Hace una semana me pasé casi todo un día en las oficinas de
un cliente. El trabajo que debíamos
hacer era muy complejo y prometía extenderse hasta la madrugada. Me busqué un
lugar dentro de aquel enorme espacio abierto. Justo al lado de mi mesa había
una gran cantidad de DVDs apilados.
Eran del Concierto
para el pueblo dominicano, de Silvio Rodríguez. Pregunté qué hacían allí y
si podía tomar uno. “¡Llévate todos los que quieras!”, respondió un coro a mis
espaldas. Entonces me contaron que alguien los había mandado como cortesía,
pero que en verdad a muy pocos de ellos les interesaba aquello. “La oferta ha sido mucho
mayor que la demanda”, dijo una jovencita que escuchaba a Gustavo Cerati.
Al día siguiente, cuando cayó la noche, me serví un largo
trago de ron y me dispuse a disfrutar del video. Antes debo aclarar que la noche en
que sucedió el concierto, el 30 de abril de 2007, me negué a ir al Estadio
Quisqueya. Aunque me hubiera gustado disfrutar en vivo algunas versiones que
logran el Trío Trovarroco, Niurka González y Oliver Valdés, quise ahorrarme el
incómodo viaje al pasado que suponía casi todo lo demás.
Me alegró reencontrarme con el “Escaramujo”, “Judith” y algunas
canciones más. Logré abstraerme de muchas cosas y atendí exclusivamente hacia
el interior de esas obras de arte que son parte del ADN de mi generación. Pero en otras
el acto de constricción me fue imposible. El mal gusto del ambiente (durante
casi todo el concierto ondea un injerto de la bandera cubana con la dominicana,
algo parecido a esas delirantes insignias que hay por Oceanía) y la longevidad
del público me fueron deprimiendo.
Al ver las reacciones de
los que coreaban en el concierto, entendí por qué a los jóvenes de aquella
oficina no les interesaba el DVD. En la extensa jornada que compartí con ellos,
le puse atención a la música que oían: Cerati, Bunbury, Drexler, Calamaro, Marlango,
algo de blues y rock en inglés. Es más o menos lo mismo que yo oigo, solo que
su futuro está libre de la prehistoria que ya pesa sobre el mío.
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