Mi primera mentira es el lugar de nacimiento. Tantas cosas le debo al Paradero de Camarones, tan feliz me hizo aquella pobreza esplendente, que me he convencido a mí mismo de que nací allí, en una estación de trenes que aún permanece rodeada de cañaverales por todas partes.
Pero lo cierto es que vine al mundo en la Clínica del Maestro, en Santa Clara, el Día del Carmen de 1967. Mientras mi madre me daba a luz, mi padre celebraba en Manicaragua, donde la fiesta de la patrona llenaba el cielo del Escambray de fuegos artificiales.
En ese pueblo, en esa casa de la calle Oriente 142 (ahora es el 38), aprendí a caminar. Desde lo alto de su estrecha acera me caí por primera vez. En esa ventana aprendí a mirar hacia afuera. Mi cuna estaba del otro lado y durante todo el día veía pasar a las pequeñas guaguas Robur hacia los destinos en las montañas: Jibacoa, Picos Blancos, La Felicidad, Topes de Collantes, Trinidad…
Hay gente que necesita mucho espacio en este mundo. A mi padre le bastaron esos pocos metros cuadrados para pasar el resto de su vida. Cuando en 1974 me llevaron a vivir con mis abuelos, comencé a descubrir quién era realmente. Cada vez que los trenes volvían me alcanzaban un pedazo de todas las cosas que soy hoy.
Pero eso pasó después. Antes que todo, esa fue mi primera ventana.
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