Me enteré de la existencia de J.J. Cale demasiado tarde. Corría el año 1993 y era mi primer viaje fuera de esa muralla de decadencia que era la sociedad cubana. En el barrio de Malasaña, en el corazón de un Madrid que no se atrevía a dormir, Perico Calvo me sirvió un whisky on the rocks y me puso uno de sus discos.
Yo no sabía lo que decían las canciones. Apenas escuchaba su voz (ese alarido a punto de perder el aire y ahogarse) y los estrictos instrumentos que le acompañaban. Desde entonces no me separo de J.J. Cale. Poco después supe que una de mis canciones preferidas, “Cocaine”, era inspiración suya y una de las tantas que Eric Clapton le cantaba.
Hoy ha sido un sábado donde se me han juntado muchas resacas. He vivido una de las semanas más complicadas de las que tenga recuerdo. El cansancio avanzaba por todos los flancos y, en honor a la verdad, estaba a punto de rendirme. Era demasiado temprano para oír nada, nada que no fuera J.J. Cale.
Comencé por The road to Escondido, donde Cale y Clapton se embarcan en un increíble viaje que dura 14 canciones. Pero acabé yéndome mucho más atrás, hasta 1974. En la carátula de Okie, su disco de ese año, pasa un tren de mercancías. Apenas se ve la puerta abierta de una casilla, donde un trovador lleva los pies en alto y permanece lejos de su guitarra.
No quisiera volver a pasar otra semana tan difícil como esta. Pero si al final llega hasta mí el tren de J.J. Cale, todo podría volver otra vez a una normalidad manejable. Cosas como esas son las que nosotros, los mortales, siempre tendremos que agradecerles a los grandes artistas.
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