Ayer fuimos a una reunión de trabajo en Santiago. En el viaje de regreso por la autopista Duarte, pedí que nos saliéramos del camino por un rato (“Sigue recto; hay un desvío. Tómalo hasta el final”, había advertido ya Nacho Vegas). Entramos por un sendero de bambúes a un vivero inmenso.
Un muchacho amabilísimo nos dio la bienvenida y no se separó de nosotros en el largo recorrido por los canteros. Árboles de todo tipo y de la más increíble procedencia, plantas que han llegado del frío Canadá o del corazón ardiente de Australia, inmensos helechos arborescentes, orquídeas, palmas y, al final de todo, las frutas.
Me llamó la atención una tupida hilera de posturas que me resultaron poco familiares. “¿Qué fruta es esa?”, le pregunté a nuestro guía. “Canistel”, respondió con naturalidad cibaeña. Entonces me vino a la cabeza el recuerdo de mis abuelos, balanceándose al unísono, tomados de la mano.
—Vieja, ¿te acuerdas del canistel?
—Claro, viejo. ¡Caramba, hasta el canistel se perdió!
Todavía no sé a qué sabe, pero ya descubrí al canistel. Dejó de ser una de las tantas cosas inaccesibles que mis abuelos enumeraban en mi presencia. En una pequeña extensión de 3.500 metros cuadrados seguiré sembrando ese inventario con sabor a buena memoria. La Cuba que ellos perdieron, la que yo no alcancé a conocer.
1 comentario:
Triste compadre la anécdota y hermosa a la vez, recuerdo una mata de canistel donde mis padrinos, pero no me gusta su sabor.
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