Al día siguiente de llegar a Santo Domingo, comencé a trabajar en la página cultural de El Caribe. Asustado por el “aterrizaje forzoso”, le pedí Freddy Ginebra que me resumiera la cultura dominicana en una pocas claves. Entre las cosas que mencionó estaba la pintura de Cándido Bidó.
Hace poco más de un año tuve una larga conversación con Cándido. Fue en su pueblo, donde él construyó una Plaza de la Cultura para que “ningún niño de Bonao que pueda llegar a ser un artista, deje de serlo por no haber tenido la oportunidad de que le enseñaran lo que es un pincel o una metáfora”.
Mi viaje fue a propósito del Premio Brugal Cree en su Gente. Debía escribir un reportaje sobre los sueños que se llevarían a cabo con los recursos que aportaría la Fundación Brugal. Cándido estaba feliz, orondo. Enumeraba una y otra vez todas las cosas que haría. Trazaba aulas, talleres y salas de exposiciones el aire.
Ese día parecía un hombre al que la muerte no le podía dar alcance. Solo se quejó una vez: “Para ser solidario hay que perder la vergüenza. Yo solo puedo vivir de mis cuadros, de lo que pinto. Pero para ayudar a los demás tengo que pedir ayuda y muchos me han tirado muchas puertas en la cara. Por eso digo que perdí la vergüenza, porque sigo tocando y sigo tocando hasta que reaccionan y me dan una contribución”, dijo.
Por eso la mejor manera de conservar la obra del maestro Bidó no es exhibiendo sus cuadros en los museos, sino garantizando que la Plaza de la Cultura de Bonao no desaparezca. Ese sería el mejor compromiso que los dominicanos podrían hacer con la memoria de Cándido, aquel hombrecito que estaba dispuesto a perder la vergüenza por tal de seguir siendo solidario.
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