Una de las cosas que más disfrutaba en la oficina de la estación era el boletinero. Cuando mi abuelo levantaba la estera que lo cubría, quedaban al descubierto todos los destinos que era posible alcanzar desde el Paradero de Camarones. Yo solía recorrerlos con la vista uno por uno, siguiendo el estricto orden que le había dado Aurelio a aquellas casillas.
Arriba estaban las estaciones y apeaderos del ramal Cumanayagua, más abajo, las de la línea de Cienfuegos a Santa Clara, luego el ramal Cruces y por último los medio pasajes. Encima de la gaveta donde se guardaba el dinero, estaban los cuños (el fechador y el oficial de la estación) y los boletines en blanco, que Aurelio llenaba con su impecable letra Palmer.
Santo Domingo era la única estación desconocida para mí. Allí rendía viaje el mixto de Cumanayagua. En su patio, en la década del 40, mi abuelo vio explotar a una locomotora de vapor. A mi tío Aldo aún se le humedecen los ojos cuando recuerda lo impresionante que se veía el tren Habana-Santiago retrocediendo para hacer andén.
Nunca pude imaginarme que ese sería también el nombre de la “estación” donde quedaría mi exilio.
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