04 septiembre 2024

Evocaciones de Atlántida (VIII). El viejo Pancho

El callejón donde estaban las casas de Machín
y Pancho Cabrales en la actualidad.

En casa mencionaban a cada rato al viejo Pancho Cabrales. Era como un fantasma que aparecía, el día menos pensado, en los recuerdos de mi familia. Mi tío Aramís nunca dejaba de mencionarlo cada vez que me hacía sus largos recuentos de la vida que vivió en el Paradero de Camarones.
Cada vez que la turbina de mi casa dejaba de funcionar, Aurelio me enviaba a casa de su sobrino Leopoldo (hermano de Aramís). Siempre que llegaba con sus enormes llaves Stilson, mi abuelo lo saludaba con un “¡qué pasa, Pancho Cabrales!”. Entonces, entre carcajadas, tío y sobrino se daban un beso.
Gracias a esta crónica de Julio Romero, que sí alcanzó a conocer al viejo pocero, entiendo la broma de Aurelio con Leopoldo. Aquí Julito rescata, por fin, uno de los personajes más queridos por el Paradero de Camarones, para que su nombre y sus recuerdos queden por escrito.
C. V.


Por Julio Romero

Yo tenía diez años cuando nos mudamos del pequeño caserío de La Manchuria al Paradero de Camarones. Nena Noalla, tía política de mi madre, le cedió un solar a Machín y Mariquita. Allí montaron la casa.
Enfrente, cruzando la calle, había una frondosa mata de mangos, de esos que por su gran tamaño llaman “huevos de toro”. Luego un terreno baldío en el que crecían, a trechos, algunas matas de quimbombó y calabazas que cultivaba Arcadio, un señor de color y de edad vetusta, que vivía al inicio de la calle.
Por el lado nuestro quedaban la casa de Eliserio Echeverría, la de Edelmira y, al final, doblando la esquina, la del viejo Pancho. Pancho Cabrales era primo de mi abuelo paterno por parte de los Cabrales y, por tanto, pariente lejano de Machín.
No obstante, era tanto el cariño y el respeto que mi padre le tenía, que le llamaba tío Pancho. Era octogenario y tan afable, que hacía que las gentes del pueblo lo llamaran cariñosamente “el viejo Pancho”.
Machín y él se reunían todos los días en la esquina para ir al bar a tomarse la mañana. Pancho le decía al cantinero: “échame una de cal y otra de arena”. Esto era un trago de aguardiente de caña mezclado con licor de anís. Por su parte, mi padre pedía: “el cañonazo de las nueve”, un doble de ron refino que hacía alusión a la hora.
El viejo Pancho fue el primer pocero que tuvo el pueblo. El antecesor de Marino Pérez. Acudían a él cada vez que se averiaban las bombas de los pozos artesianos. Y allá iba toda la grey infantil a hacerle el coro, para oír las ocurrencias y anécdotas de aquel simpático patriarca.
Entre las brumas de mi memoria sale a relucir ahora un cuento de aparecidos que él hacía. Contaba que una vez se levantó de madrugada para arreglar un pozo en Hormiguero y al ir a ensillar su yegua pinta, en el lindero del potrero, le salió al paso una sábana blanca que brillaba con una luz interior. 
Aterrado, trató de cortar camino hacia la derecha, pero aquella forma también se movió en ese sentido. Por último, en un momento en que el espectro se quedó quieto, pudo ponerle los arreos al animal y huir despavorido a lo largo de la calle. La luz lo fue persiguiendo hasta la mata de mangos huevos de toro. Allí desapareció.
—Ése es un muerto que quiere algo —le dijo a Machín—. Te convendría ponerle una asistencia. Algo así como una jícara con ron y tabaco.
Mi padre se moría de la risa con esas cosas. Se lo tiró a broma y nunca le puso tales ofrendas al difunto. Lo cierto es que yo quedé impresionado y no salía de noche al portal, y mucho menos osaba mirar hacia la mata por miedo a encontrarme con el fantasma.
La última anécdota curiosa del viejo Pancho fue la de su muerte. Tenía como noventa años cuando comenzó a padecer ataques del corazón. Lo habían dado por muerto dos veces y en las dos revivió pocos minutos después. Volvió a ser el mismo viejo Pancho de siempre, dicharachero y bebedor de su mezcla de cal con arena. 
Ahora analizo yo, en retrospectiva, que pudieron tratarse de estados de síncope producidos por un bloqueo cardíaco. Algo que se hubiera resuelto con un marcapasos, pero en aquellos tiempos, ni pensarlo. Pasó unos meses sin ataques hasta que un día reunió a la familia.
—Busquen a Machín para que cocine un fricasé de guanajo —les dijo—. Vamos a comer todos hasta hartarnos porque mañana es mi partida.
—No joda, tío —le respondió mi padre cuando se encontraron—. Hay viejo Pancho pa’ rato.
No obstante, le hizo caso y cocinó el fricasé. Pancho también mandó a buscar a Emilio Fuentes, el dueño de la funeraria de Palmira, para que comiera con él. Eran buenos amigos. Durante la cena, mientras brindaban con vino de fruta bomba, el viejo le recordó una apuesta que habían hecho de jóvenes.
—Sí, no se me olvida —dijo Emilio—. Al primero de los dos que muera, el sobreviviente le paga el entierro.
—¡Pues prepárate —exclamó Pancho con voz luctuosa—, porque es mañana! Al otro día, a las dos de la tarde, le repitió el síncope. Pero esta vez el viejo Pancho no volvió. Si alguien del más allá le tendió una mano, él se aferró a ella para cumplir su promesa y ganar la apuesta. Era incapaz de escribir, pero sus recuerdos merecen perpetuarse en un papel.

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