05 septiembre 2022

Carpigiani


Algunos lo decían de corrido, otros dividido en sílabas y a no pocos se les enredaba la lengua antes de acabar de leerlo. El día que la máquina llegó al antiguo Bar Arelita, el pueblo se congregó para ver cómo funcionaba. Angelina, la madre del maestro Gustavo, fue seleccionada para operarla.
La Carpigiani estaba coronada por un cartel lumínico donde se leía Coppelita y tenía tres palancas. La de la izquierda era para el helado de vainilla, la de la derecha para el de chocolate y la del centro para un rizado con los dos sabores. Se servía en una barquilla que Federico intentó devolver.
Después de golpearse varias veces la frente por las fuertes punzadas que le provocaba el helado, se acercó a Angelina con la barquilla intacta. “Aquí tiene el vasito, señorita”, le dijo agradecido. “Eso se come, Federico”, le advirtió la dependienta. “No gracias, es que el frío me tiene privado”.
Por esa misma época, gracias a comunistas italianos, se construyeron pizzerías en la mayoría de los pueblos. Cantare, se llamaba la de Cruces. Gioventù, la de Cienfuegos. Trovatore, la de Ranchuelo. En Manicaragua, sin embargo, fueron menos cautos y le pusieron Escambray.
En La Habana instalaron una fábrica de salsa que definió nuestra idea de la comida italiana: Vita Nuova. Y al país llegaron automóviles Alfa Romeo (que se convirtieron en nuestra mayor referencia de la velocidad: “¡Ese corre más que un alfita!”), camiones Fiat y motocicletas Guzzi.
De Italia también llegó una fábrica de calzados plásticos que uniformó al país. Nadie de mi generación pudo escapar de los célebres Kikos, unos zapatos que se convirtieron en un verdadero tormento para los estudiantes. Pero, al menos en el Paradero de Camarones, nada produjo más impacto que la máquina Carpigiani.
Dicho su nombre de corrido, dividido en sílabas o con la lengua enredada, aquel aparato nos cambió la vida a todos. Porque durante el tiempo que funcionó pudimos reunirnos en un lugar que se parecía a Cienfuegos, a Santa Clara y a La Habana. En la acera del frente se apostaban una multitud para burlarse.—¡Míralo, míralo, míralo! —gritaban— ¡Está privado, como Federico!

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