La clase de geografía estuvo dedicada a las islas. Curiosamente, el maestro Gustavo apenas habló de Cuba. Extendió el planisferio y lo recorrió casi completo con el puntero. Empezó por la más grande de todas, Groenlandia, y luego se fue hasta el archipiélago malayo para señalar a Nueva Guinea.
Cada nuevo nombre, provocaba una exclamación de Tito Migollo, Venancio y Pablo Ortiz, los más grandes del aula, quienes han estado repitiendo cursos desde el segundo grado. El maestro Gustavo siempre les dice que debería darles vergüenza andar todavía con una pañoleta.
—Ya todos los de su edad usan corbatas en las escuelas de Yaguaramas —les recuerda.
Borneo, Madagascar, Baffin, Sumatra, Honshu… Todas esas islas son mucho más grandes que Cuba. Aunque, según el maestro, tampoco somos un país tan pequeño. Bélgica es más chiquita que la provincia de Oriente y los búlgaros tiene cuatro mil kilómetros cuadrados menos que nosotros.
En el planisferio, Groenlandia aparece aún más grande de lo que es, porque al llevar su territorio a una forma plana se deforma. Por eso el maestro nos la enseñó en la esfera, donde está representada correctamente. Tito Migollo dijo algo que solo escucharon los de más atrás.
Gustavo esperó a que dejaran de reírse y lo llamó para que se parara al frente del aula. Tito caminó muy despacio, como si no quisiera llegar nunca. Cuando el maestro lo tuvo delante, le pegó con el puntero por la cintura y le dijo que se metiera la camisa por dentro del pantalón.
—¡Aaayyy! —gritaron Venancio y Pablo Ortiz, mientras Tito se doblaba del dolor.
—A ver, Migollo —dijo el maestro extendiéndole el puntero—, señale a Groenlandia en el mapa.
—¿Groe… qué? —preguntó Tito mientras toda el aula reía a carcajadas.
—Groenladia, Migollo, Groenlandia.
Tito empezó a mirarnos con una señal de auxilio en los ojos. Ahora que está delante de todos, con casi seis pies y todavía con el uniforme de pionero, de verdad que da risa. Él es de la edad de Juani y José Luis, los hijos de Talín y Mercedita, que ya están terminando la secundaria en Yaguaramas.
Al final Tito se quedó mirando fijamente a Marita. Sabía que ella, de alguna manera, lo ayudaría. Le abría los ojos y le hacía muecas, pero el maestro estaba muy atento para que nadie lo ayudara. Justo en ese momento tan tenso, Basilia se paró en la puerta del aula.
Marita aprovechó que el maestro saludó a la recién llegada para señalarle a Tito, con la boca y sin cambiar la expresión de su rostro, hacia el norte del océano Atlántico. Como la mano le temblaba, el puntero sobrevoló Groenlandia y acabó aterrizando en otro territorio.
—Esa isla no es Groenlandia, Migollo —dijo el maestro riéndose— esa isla se llama Terranova.
Todos empezamos a reírnos y Tito se puso rojo, las orejas le ardían. Basilia le hizo una mueca a Gustavo, tratando de decirle algo que el maestro no entendía. Ella insistió y él se encogió de hombros. Le hizo un gesto con la mano, pidiéndole que saliera un momento, pero le siguió diciendo que no con la cabeza.
—Por cierto, Migollo —el maestro se dirigió a Tito sin quitarle la vista de encima a Basilia— aquí tenemos a una persona que ha estado en Terranova, quizás nos pueda decir cómo es esa isla de Canadá.
Basilia bajó la cabeza, como si eso que acababan de decir le diera mucha vergüenza. Todos nos quedamos esperando a que respondiera, pero ella lo único que hizo fue hundir sus dos manos en los bolsillos del pitusa. Los ruidos de un tren de carga rompieron el largo silencio que se produjo en ese momento.
—Los aviones de Cubana cuando vuelven del campo socialista hacen escala en Gander, una pequeña y apartada ciudad de Terranova —dijo Gustavo mirando fijamente a Basilia—. ¿Podría usted contarles a mis alumnos las horas que vivió allí?
El maestro ya no parecía estar molesto con Tito Migollo sino con Basilia, que seguía con la cabeza baja. En un momento en que parecía estarse asfixiando, Basilia tomó mucho aire y lo contuvo en los pulmones. Luego lo fue soltando lentamente, igual que hace cuando está fumando.
—¿Les hago el cuento largo o el cortico? —dijo cuando por fin levantó la cabeza.
Ahora fue Gustavo el que bajó la cabeza. Aunque ninguno de nosotros entendió lo que querían decirse, también nos sentimos apenados y la mayoría bajó la cabeza. Por suerte sonó el timbre y todos saltamos de los pupitres para salir de aquella difícil situación.
Camino de la puerta, me acerqué al planisferio y busqué a Terranova. Gander no aparecía. Eso quiere decir que es más pequeña que Santa Clara, Camagüey y Santiago, las tres ciudades de Cuba que están señaladas además de La Habana. Ya en la casa, busqué en el aparador la vieja caja de mapas.
Vino con las cosas de Nellina, la hermana de Atlántida que vivía en La Habana. Todos están perfectamente doblados y organizados. Aurelio dice que esos mapas son un tesoro y, aunque me dejan verlos, tengo que hacerlo encima de la mesa de cristal. “Uno a uno —cuando me ve con ellos—, uno a uno”.
Además de dos de Cuba, uno de Texaco y otro de Esso, hay más de 50 de Norteamérica. Por fin encontré uno donde aparece Terranova. Está separada de la península delLabrador por el estrecho de Belle Isle. En el mar, junto a la capital, hay dibujado un bacalao. Eso quiere decir que su pesca es importante allí.
En una pequeña descripción que hay en uno de los bordes del mapa, dice que Terranova es el lugar donde hay más niebla en el mundo. Gander aparece, pero con el nombre chiquitico. Entonces me imagino a Basilia envuelta en aquella neblina, como me la he imaginado en Berlín cada vez que veo a esa ciudad en una película de guerra.
Al otro día el maestro Gustavo me regañó. Estaba explicando una ecuación en la clase de matemáticas y se dio cuenta de que yo no estaba mirando para la pizarra. Como el planisferio se había quedado desenrollado, tenía la vista fija en el norte del océano Atlántico.
Buscaba a Terranova y, dentro de ella, el punto exacto donde debería de estar Gander envuelta en neblina.
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