Una querida amiga de mi pueblo me acaba de dar una tristísima noticia. Rosendo Stuart, el último jefe de estación que tuvo el Paradero de Camarones, falleció víctima del Covid-19. Nos vimos por última vez en septiembre de 2011, cuando llevé a Diana Sarlabous a conocer mi lugar en el mundo.
Al llegar a Cruces, me desvié del camino y empecé a preguntar por él. Quiero que conozcas a un hermano mío que vive en este pueblo, le dije. Se impresionó tanto, que por unos segundos dejó de ser el negro Stuart. Se quedó blanco como un papel… Y empezó a llorar.
Se fue con nosotros para el Paradero y, como hicimos incontables veces, nos sentamos en el andén a bebernos una botella de ron. A él fue la única persona, fuera de la familia, a quien mi madre me insistió que le llevara un regalo. “Aunque su apellido es Stuart —me dijo Lérida— yo lo quiero como a un Yero”.
Gracias a Stuart (ya lo puedo decir), pude jugar a que era un ferroviario de verdad. Muchas veces, cuando mi tío Aldo Yero trabajaba de despachador en Santa Clara, me quedaba solo en la estación dándole las vías a los trenes. Mi madre lo regañaba, pero él corría el riesgo. “Yo confío más en Camilito que en mí”, le decía.
En su casa, me dijo, conservaba muchas de las órdenes de vía y de las hojas del libro donde yo las asentaba. El día que nos reencontramos se las pedí, pero se negó rotundamente. “Ese es el único recuerdo que me queda de aquella época y del ferrocarril”, se excusó. Entonces, él ya laboraba en un banco.
En la gran depresión de los noventa a veces teníamos muy poco que comer. Pero en la mesa siempre se puso el plato de Stuart y compartíamos con él lo que hubiera. Cuando el mixto de Cumanayagua salía del ramal, íbamos en un motor de vía hasta el puente del Guajiro a buscar naranjas.
Un día nos cogió la noche y el motor no tenía luz. Volvimos totalmente a ciegas y a toda velocidad. Cualquier animal o el más mínimo obstáculo nos hubiera descarrilado. Llegamos con tres sacos de naranjas y unas yucas que nos regaló Hugo Lois a nuestro paso por la estación de San Fernando.
Ya a salvo, ron en mano, Stuart cayó en cuenta del peligro que habíamos corrido. “¡Nos jugamos la vida por unas naranjas!”, repetía una y otra vez. Esa frase fue la primera que me dijo en 2011, cuando recuperó el color y nos abrazamos. Entonces dejamos de llorar y soltamos una carcajada.
Somos contemporáneos, eso quiere decir que pronto empezaré a ser más viejo que él… Hasta que podamos reencontrarnos en una estación del Paradero de Camarones donde todavía pasen los trenes y él le vuelva a decir a mi madre que se va y que me deja trabajando en la mesa.
Entonces yo llamaré a Cruces para pedir una vía y Lérida se irá para la cocina diciendo que nosotros estamos locos. Yo sé que daré otra vez con mi hermano negro y todas aquellas escenas se repetirán.
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