Los cienfuegueros se orientan por el mar. Cuando descubrí eso me resultó incomprensible. Él niño que fui creció rodeado de cañaverales. Las torres de los ingenios eran mis faros. Las líneas de ferrocarril, mi costa, el punto de referencia ante cualquier pérdida.
Cuando llegué a La Habana, comprobé que el mar era también el principio o el final de toda referencia. Yo, en cambio, seguía fiel a mis instintos. La Estación Central, el crucero de Boyeros (esa barrera que divide al Cerro de Puentes Grandes), la Línea Sur (marcando el camino de regreso a casa)…
Hace unos días, en Chicago, Diana nos convidó a María y a mí a deambular por el Old Town. Después de caminar muchísimas calles, disfrutando de la arquitectura y de esos pequeños negocios cuya belleza y sentido resisten los embates de las grandes e insípidas plaza comerciales, nos perdimos.
Diana trató de averiguar en qué dirección estaba el lago Michigan. Yo, en cambio, busqué las líneas Brown y Purple del metro. “¡Sé dónde estamos!”, dije cuando descubrí la primera estación. Ya en el tren, de regreso al hotel, le di las gracias al niño que buscaba, entre las cañas, las torres de Espartaco, Balboa o Mal Tiempo.
Luego, navegando por el río Chicago, llegamos hasta un viejo puente de ferrocarril que permanece elevado 364 días del año. Lo bajan una sola vez para que pase un solo tren. La ciudad se congrega a su alrededor para aplaudir que aún funcione.
Yo, de vivir allí, iría para celebrar que uno de mis caminos recupera su continuidad. Los cienfuegueros y los habaneros se orientan por el mar. Ese hecho me ayudó a aceptar mi condición de campesino. Mis puntos de referencia serían incompresibles para ellos.
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