Recuerdo con claridad la noche en que lo acabé de leer. En tiempo de zafra en el Paradero de Camarones no se iba la luz, porque estábamos en el mismo circuito de Espartaco, Ramón Balboa, Mal Tiempo y Marta Abreu, los cuatro centrales azucareros que molían desde los puntos cardinales de nuestro pueblo.
Debajo de una bombilla de 60 watts y al calor de una camisa de corduroy (hecha por mi abuela Atlántida), me abstraía del olor de la caña quemada y del ruido constante de los trenes de azúcar para imaginarme las extremas oscuridades de Alaska:
“Cuando llegan las largas noches de invierno y los lobos siguen a sus presas en los valles más bajos, se lo puede ver corriendo a la cabeza de la manada bajo la pálida luz de la luna o el leve resplandor de la aurora boreal, destacando con saltos de gigante sobre sus compañeros, con la garganta henchida cuando entona el canto salvaje del mundo primitivo, el canto de la manada”.
Es el final de La llamada de lo salvaje, que en Cuba la Editorial Gente Nueva tradujo erróneamente como El llamado de la selva. El domingo que vi la película en la matinée del Cine Justo, empecé a releer el libro. En homenaje a todo eso, nuestros dos cachorros de labrador se llaman Jack London y Buck.
Crecieron mucho durante el mes que estuvimos de viaje. Aunque juegan entre ellos, cada uno tiene su mundo. A Jack le gusta andar por el patio y perseguir todo lo que se mueve. A Buck, escapar. Este fin de semana tuve que salir varias veces a buscarlo en el monte.
Anoche, cuando estábamos llegando a Santo Domingo, nos llegó un mensaje de José Roberto Hernández por WhatsApp. Buck se había escapado otra vez. Tendremos que reforzar las cercas y tapiar con piedras los túneles que ha cavado.
Eso me hace sentir tan viejo como el juez Miller, el primer amo del Buck de la novela. Aun así, sospecho que el nuestro persistirá en la idea de andar con libertad por el monte, corriendo a la cabeza de su manada imaginaria, “bajo la pálida luz de la luna o el leve resplandor de la aurora boreal”.
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