04 octubre 2018

A salvo

A veces te alegras de no tener patria.
No puedes negar que eres feliz
cuando siembras árboles
en una tierra que no es tuya,
en un país
que tu padre quiso liberar
antes de que los mosquitos
se lo comieran
en el camino a cayo Confites.

A veces sientes un gran alivio
cuando te sirves un vino verde
y dejas el televisor en mute.
Prefieres no saber lo que dicen
esos que manotean 
y vociferan
(sin camisas, 
semidesnudos,
con un acento 
que no entiendes)
desde una ciudad 
muy parecida 
a la que abandonaste.

A veces te consuela
ver a tu madre respirando.
Aunque perdió el juicio
y casi nunca te reconoce,
te basta con abrazar 
el calor de su cuerpo
y repetirle que la quieres
cuando mira a ninguna parte
con una expresión 
irreconocible, 
ajena.

A veces, solo a veces,
te resulta indiferente 
el lugar de dónde vienes.
Ese es el remedio
más eficaz
que has encontrado
para soportar la casa 
en peligro de derrumbe
que llevas adentro,
para ese espacio vacío,
irrecuperable
al que le dedicas
tus primeros pensamientos
cuando abres los ojos 
y te despiertas 
a salvo. 

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