28 octubre 2016

1975

En el 2000, para despedir al siglo XX, en La Gaceta de Cuba publicamos un extenso dossier donde escritores, creadores y artistas cubanos elegían su año preferido. El mío fue este.

Ahora sé que el infinito es redondo y que para verlo, primero hay que pintarlo con azul de metileno. El maestro Gustavo habla de mares, golfos y océanos y luego da la espalda para hacer una serie de marcas en un mapa pintado de ocre y sepia. El Pacífico, el Índico, el Ártico y el más cercano a nosotros, el Atlántico, que pudo cubrir a un continente que tenía el mismo nombre que mi abuela. Todos nos referíamos al mar, como a la mayoría de los inventos que existían por el mundo, sin haberlo visto.
Una tarde vi a mi madre hablando en la punta del andén con un desconocido, el hombre dijo dos veces que no con la cabeza y una vez que sí. Mi madre le puso una cantidad de dinero en las manos y dos días después supe que era un machetero voluntario que le había vendido su derecho a un refrigerador.
La misma tarde que compraron el aparato Minsk, hecho en Bielorrusia, mi abuelo puso a hacer un jarro de cinco libras de hielo. Cuando estuvo, dobló en dos un periódico, luego midió dos triángulos y volvió a doblar hasta tener un barco de papel. Me hizo una señal con la cabeza y tuve que seguirlo hasta la tina de las vacas. Hundió el hielo en el agua y, con mucha precisión, logró que el barco navegara hasta chocar con él.
–Se puede decir que un océano es interminable –me dijo–, como las distancias en el vacío. Pero aun así, un iceberg y un barco se pueden encontrar y eso es todo lo que le pasó al Titanic.
Me encogí de hombros y me quedé mirando cómo los renacuajos picoteaban la piedra de agua congelada. Con esa explicación y sin otra cosa que hacer, tendría que seguir pensando en el mar. Sólo dos cosas desviaron mi atención por esos días. Un Mig 15, que pasó envuelto en llamas sobre el cielo del pueblo y se estrelló en un cañaveral de Malezas, y la Batalla Contra los Piojos.
Del Mig 15 se supo muy poco. Un escuadrón de militares se ocupó de aplacar los murmullos y de que aquello se olvidara lo antes posible. La Batalla Contra los Piojos, en cambio, duró un mes entero. Todo empezó un viernes sin que nadie nos avisara. Una mujer con el uniforme gris de la Cruz Roja puso un cartel en el mural de la escuela:
“El socialismo debe conquistar a los piojos
o los piojos conquistarán al socialismo”.
                                                               Lenin
A todos los varones no pelaron al moñito y a las hembras le hicieron un cerquillo bien corto, para que los insectos apenas tuvieran donde esconderse. Todos los días, antes de irnos para la casa, teníamos que pasar por la manos de cinco mujeres vestida de gris para que nos revisaran minuciosamente. Algunos quedamos libres de la plaga de inmediato, pero otros tuvieron que soportar baños de kerosén y garrapaticida.
45 días después del comienzo de la ofensiva revolucionaria contra el Pediculus humanus capitis, cambiaron el cartel del mural por un diploma donde un pionero vencía de una estocada a un famélico piojo que llevaba el sombrero del Tío Sam y una capa con la bandera de los Estados Unidos:
Escuela Rural Conrado Benítez
Paradero de Camarones
Primer Lugar Municipal en la Batalla Contra los Piojos.
La construcción del Ferrocarril Central hizo que todos los trenes nacionales se desviaran y pasaran por mi pueblo. Unos venían de Santiago de Cuba y otros de La Habana. La gente iba o volvía del mar comiendo dulces de chocolate y diciendo adiós de una manera que parecían viejos conocidos. Llegaron locomotoras nuevas y entre ellas una soviética enorme que cuando pitaba los techos de las casas se levantaban en peso. Mi abuelo, un admirador empedernido del mariscal Zhúkov, abría los brazos orgulloso cada vez que la oía venir.
–¡Ahí viene el acorazado Potemkin!
Cada vez que se acercaba un aniversario de la Gran Revolución de Octubre, en el cine Justo ponían El Acorazado Potemkin. Nadie iba, sólo mi abuelo y yo. La primera vez que la vi me pareció cómica, como las de Charles Chase y Buster Keaton. Por eso, cuando el cochecito comenzó a caer por la escalinata de Odesa con el niño dentro, empecé a reírme y mi abuelo me dio un cocotazo que estuve llorando el resto de la película. A la salida, Angelina, la acomodadora, nos miró espantada, alumbrándome a los ojos con su linterna.
–¡Es inconcebible que este niño se emocione con esa cosa tan extraña!
En la película se podía distinguir el mar, pero a duras penas, era demasiado gris y cuando los marineros levantaban los brazos y empezaba a gritar cosas en silencio, se ponía oscuro y se perdía de vista. Por eso yo seguía sin entender muy bien esa idea de mirar hacia todas partes y no ver tierra firme.
A principios de octubre empezaron a construir un círculo de ladrillos en la escuela. En dos o tres días el redondel nos daba por la cintura y una semana después estuvo listo. Ninguno de nosotros sospechaba qué utilidad podía tener y nos pasábamos el recreo mirando hacia su interior vacío. Unos pensaban que era una jaula para llenarla de tomeguines y azulejos, otros creían que era del mago que nos cobraba una peseta por hacer que el Venao Ortega pusiera un huevo o se sacara una codorniz de la manga. 
El mago siempre venía a fin de mes y nosotros teníamos que bajar la cabeza para que él se cambiara de ropa, se pusiera una oreja en la nariz y dos narices en las orejas. Sí, era muy probable que ese círculo de ladrillos fuera para que el mago Veintekilos se vistiera con el traje de papel plateado sin que nosotros tuviéramos que bajar la cabeza.
Pero el día 27 por la tarde nos pusieron a cargar cubos de agua para llenar el círculo. Luego nos ordenaron que al día siguiente fuéramos a la formación del matutino con la boina encajada hasta la frente y un ramo de flores blancas. Una maestra disolvió dos pomos de azul de metileno en el agua y no nos permitió que la tocásemos.
Yuyo Serralvo, que participó en la revolución del 33, en la clandestinidad y en la lucha contra bandidos, fue el que pronunció el discurso al día siguiente. Fue algo muy sencillo, apenas dijo que ni la sequía, ni el enemigo iban a impedir que nosotros tuviéramos un mar donde echarle flores a Camilo. Camilo, era Camilo Cienfuegos, el comandante de la Revolución que desapareció de noche, en un avión, sin que nadie le hubiera visto pasar envuelto en llamas, entre el mar, la incertidumbre y una tempestad.
–¡Hurraaaaa! –Gritamos todos y por primera vez empezamos a llenarnos las manos de esas extensiones que el maestro apuntaba en el mapa y luego nombraba con tiza en el borde de la pizarra: Caspio, Mediterráneo, Adriático, Sargazos, Caribe...
Los que llegaron a probarlo, aún dicen que no es tan salado como se cuenta en los libros. El círculo de ladrillos ya no existe, sólo queda su marca a ras de la tierra. Pero durante mucho tiempo sirvió para quitarnos de encima el olor del alquitrán que hierve a la altura de los ojos y para llegar a creer que el mar, al menos en el Paradero de Camarones, era una porción de agua rodeada de cañaverales por todas partes.

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