En el 2000, para despedir al siglo
XX, en La Gaceta de Cuba publicamos un extenso dossier donde
escritores, creadores y artistas cubanos elegían su año preferido. El mío fue
este.
Ahora
sé que el infinito es redondo y que para verlo, primero hay que pintarlo con
azul de metileno. El maestro Gustavo habla de mares, golfos y océanos y luego
da la espalda para hacer una serie de marcas en un mapa pintado de ocre y
sepia. El Pacífico, el Índico, el Ártico y el más cercano a nosotros, el Atlántico,
que pudo cubrir a un continente que tenía el mismo nombre que mi abuela. Todos
nos referíamos al mar, como a la mayoría de los inventos que existían por el
mundo, sin haberlo visto.
Una
tarde vi a mi madre hablando en la punta del andén con un desconocido, el
hombre dijo dos veces que no con la cabeza y una vez que sí. Mi madre le puso
una cantidad de dinero en las manos y dos días después supe que era un
machetero voluntario que le había vendido su derecho a un refrigerador.
La
misma tarde que compraron el aparato Minsk, hecho en Bielorrusia, mi abuelo
puso a hacer un jarro de cinco libras de hielo. Cuando estuvo, dobló en dos un
periódico, luego midió dos triángulos y volvió a doblar hasta tener un barco de
papel. Me hizo una señal con la cabeza y tuve que seguirlo hasta la tina de las
vacas. Hundió el hielo en el agua y, con mucha precisión, logró que el barco
navegara hasta chocar con él.
–Se
puede decir que un océano es interminable –me dijo–, como las distancias en el
vacío. Pero aun así, un iceberg y un barco se pueden encontrar y eso es todo lo
que le pasó al Titanic.
Me
encogí de hombros y me quedé mirando cómo los renacuajos picoteaban la piedra
de agua congelada. Con esa explicación y sin otra cosa que hacer, tendría que
seguir pensando en el mar. Sólo dos cosas desviaron mi atención por esos días.
Un Mig 15, que pasó envuelto en llamas sobre el cielo del pueblo y se estrelló
en un cañaveral de Malezas, y la Batalla Contra los Piojos.
Del
Mig 15 se supo muy poco. Un escuadrón de militares se ocupó de aplacar los
murmullos y de que aquello se olvidara lo antes posible. La Batalla Contra los
Piojos, en cambio, duró un mes entero. Todo empezó un viernes sin que nadie nos
avisara. Una mujer con el uniforme gris de la Cruz Roja puso un cartel en el mural
de la escuela:
“El socialismo debe conquistar a los piojos
o los piojos conquistarán al socialismo”.
Lenin
A
todos los varones no pelaron al moñito y a las hembras le hicieron un cerquillo
bien corto, para que los insectos apenas tuvieran donde esconderse. Todos los
días, antes de irnos para la casa, teníamos que pasar por la manos de cinco
mujeres vestida de gris para que nos revisaran minuciosamente. Algunos quedamos
libres de la plaga de inmediato, pero otros tuvieron que soportar baños de
kerosén y garrapaticida.
45
días después del comienzo de la ofensiva revolucionaria contra el Pediculus
humanus capitis, cambiaron el cartel del mural por un diploma donde un pionero
vencía de una estocada a un famélico piojo que llevaba el sombrero del Tío Sam
y una capa con la bandera de los Estados Unidos:
Escuela Rural Conrado Benítez
Paradero de Camarones
Primer Lugar Municipal en la Batalla Contra los Piojos.
La
construcción del Ferrocarril Central hizo que todos los trenes nacionales se
desviaran y pasaran por mi pueblo. Unos venían de Santiago de Cuba y otros de
La Habana. La gente iba o volvía del mar comiendo dulces de chocolate y
diciendo adiós de una manera que parecían viejos conocidos. Llegaron
locomotoras nuevas y entre ellas una soviética enorme que cuando pitaba los
techos de las casas se levantaban en peso. Mi abuelo, un admirador empedernido del mariscal Zhúkov, abría los brazos orgulloso cada vez que la oía venir.
–¡Ahí
viene el acorazado Potemkin!
Cada
vez que se acercaba un aniversario de la Gran Revolución de Octubre, en el cine
Justo ponían El Acorazado Potemkin. Nadie iba, sólo mi abuelo y yo. La primera
vez que la vi me pareció cómica, como las de Charles Chase y Buster Keaton. Por
eso, cuando el cochecito comenzó a caer por la escalinata de Odesa con el niño
dentro, empecé a reírme y mi abuelo me dio un cocotazo que estuve llorando el
resto de la película. A la salida, Angelina, la acomodadora, nos miró
espantada, alumbrándome a los ojos con su linterna.
–¡Es
inconcebible que este niño se emocione con esa cosa tan extraña!
En
la película se podía distinguir el mar, pero a duras penas, era demasiado gris
y cuando los marineros levantaban los brazos y empezaba a gritar cosas en
silencio, se ponía oscuro y se perdía de vista. Por eso yo seguía sin entender
muy bien esa idea de mirar hacia todas partes y no ver tierra firme.
A
principios de octubre empezaron a construir un círculo de ladrillos en la
escuela. En dos o tres días el redondel nos daba por la cintura y una semana
después estuvo listo. Ninguno de nosotros sospechaba qué utilidad podía tener y
nos pasábamos el recreo mirando hacia su interior vacío. Unos pensaban que era
una jaula para llenarla de tomeguines y azulejos, otros creían que era del mago
que nos cobraba una peseta por hacer que el Venao Ortega pusiera un huevo o se
sacara una codorniz de la manga.
El mago siempre venía a fin de mes y nosotros teníamos que bajar la cabeza para que él se cambiara de ropa, se pusiera una oreja en la nariz y dos narices en las orejas. Sí, era muy probable que ese círculo de ladrillos fuera para que el mago Veintekilos se vistiera con el traje de papel plateado sin que nosotros tuviéramos que bajar la cabeza.
El mago siempre venía a fin de mes y nosotros teníamos que bajar la cabeza para que él se cambiara de ropa, se pusiera una oreja en la nariz y dos narices en las orejas. Sí, era muy probable que ese círculo de ladrillos fuera para que el mago Veintekilos se vistiera con el traje de papel plateado sin que nosotros tuviéramos que bajar la cabeza.
Pero
el día 27 por la tarde nos pusieron a cargar cubos de agua para llenar el
círculo. Luego nos ordenaron que al día siguiente fuéramos a la formación del
matutino con la boina encajada hasta la frente y un ramo de flores blancas. Una
maestra disolvió dos pomos de azul de metileno en el agua y no nos permitió que
la tocásemos.
Yuyo
Serralvo, que participó en la revolución del 33, en la clandestinidad y en
la lucha contra bandidos, fue el que pronunció el discurso al día siguiente.
Fue algo muy sencillo, apenas dijo que ni la sequía, ni el enemigo iban a
impedir que nosotros tuviéramos un mar donde echarle flores a Camilo. Camilo,
era Camilo Cienfuegos, el comandante de la Revolución que desapareció de noche,
en un avión, sin que nadie le hubiera visto pasar envuelto en llamas, entre el
mar, la incertidumbre y una tempestad.
–¡Hurraaaaa!
–Gritamos todos y por primera vez empezamos a llenarnos las manos de esas
extensiones que el maestro apuntaba en el mapa y luego nombraba con tiza en el
borde de la pizarra: Caspio, Mediterráneo, Adriático, Sargazos, Caribe...
Los que llegaron a probarlo, aún dicen que no es tan salado como se cuenta en los libros. El círculo de ladrillos ya no existe, sólo queda su marca a ras de la tierra. Pero durante mucho tiempo sirvió para quitarnos de encima el olor del alquitrán que hierve a la altura de los ojos y para llegar a creer que el mar, al menos en el Paradero de Camarones, era una porción de agua rodeada de cañaverales por todas partes.
Los que llegaron a probarlo, aún dicen que no es tan salado como se cuenta en los libros. El círculo de ladrillos ya no existe, sólo queda su marca a ras de la tierra. Pero durante mucho tiempo sirvió para quitarnos de encima el olor del alquitrán que hierve a la altura de los ojos y para llegar a creer que el mar, al menos en el Paradero de Camarones, era una porción de agua rodeada de cañaverales por todas partes.
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