La imágenes son de 1998. Corrían los días
finales de la 61620, cuyos restos acabaron siendo desguazados en el taller de Cienfuegos. Ninguna
otra locomotora pasó tantas veces por mi infancia. Recuperar imágenes suyas, aun
en su peor momento, me ha llenado de felicidad.
Por
lo regular, el tren de las once solía pasar a las once.
A
las 10:59 se oía el primer pitazo. Un zumbido parecido al que hacen los barcos
lo estremecía todo. La locomotora era una M62. Los ferroviarios soviéticos le llamaban "Gagarin"; los cubanos, “Melón”. La forma cilíndrica de la máquina y su color carmesí, como la masa
jugosa de la sandía, fue suficiente para que tuviera un sonombre menos heroico y más tropical.
Entre
1974 y 1975 arribaron 20 melones a los puertos de Cuba. La inmensa mayoría
fueron construidos en Woroschilowgrad, un punto al este de Ucrania que jamás
aparece en los mapas. El destino original de las máquinas era arrastrar el tren
de La Habana a Santiago.
Pero
las altas temperaturas del Caribe y el exceso de trabajo hicieron que dos
máquinas se incendiaran a mitad de camino. Las 18 locomotoras que sobrevivieron
fueron relegadas a la terminal de Cienfuegos, donde se hicieron cargo del
lechero de Línea Sur y de varios viajeros de corta distancia en la región central
de la Isla.
La
61620 le fue asignada al tren de las 11. Marino Vega, alias Caballo Loco, era
su maquinista. La formación del melón y sus vagones tenía la longitud exacta
del andén de Camarones. Cada vez que el tren se detenía, la abatida máquina
arrojaba chorros de aceite requemado y un gas fuliginoso que lo empaña todo.
La
parada reglamentaria era de dos minutos, pero jamás se cumplía. 120 segundos
era muy poco tiempo para romper la inercia del Paradero de Camarones. Kake, el
guardafrenos, el único miembro de la tripulación que ponía pies en tierra,
necesitaba de al menos tres minutos.
Primero
hacía la señal de aplicar los frenos. Luego ayudaba a la señora del vestido
azul a bajar los cuatro escalones del estribo. La dama, con displicencia, permitía que Kake la tomara de la mano. Una vez liberado de su caballerosa responsabilidad, el guardafrenos saludaba al Jefe de Estación.
Lo hacía dándole una palmada en el hombro. Sin que Kake lo notara, el Jefe de
Estación solía mirarse de soslayo la parte de la camisa donde se había posaba la mano seguramente sucia. Era un
gesto mecánico, inevitable. En
lo que eso sucedía, el conductor de expreso bajaba las latas de la película que
ya estaba anunciada en el cine Justo.
—¿Cómo
estará esto? —Preguntaba Chena con un gesto de repugnancia.
—Seguro
que es rusa —fue la respuesta del mensajero—. Nunca logro entender las películas
rusas.
Por
último, Kake hacía una señal muy parecida a la de decir adiós. Marino Vega daba
dos pitazos y hacía que el tren saliera a todo galope. En el trayecto hacia Hormiguero,
la próxima estación, el maquinista se aseguraba de recuperar el minuto de retraso.
Por
lo regular, el tren de las once solía pasar a las once. La última vez que
esperaron por él, una multitud contrariada permaneció a ambos lados de la vía
hasta pasadas las 4 de la tarde. En un extremo del andén, Chena se mantuvo a un
lado de la carretilla donde cargaba las películas.
A lo
lejos se vio venir una mancha. Poco a poco se empezó a distinguir la mujer del
vestido azul. Pasó con las manos vacías, sin saludar a nadie. El Jefe de
Estación se miró de soslayo la parte de la camisa donde siempre caía la mano
seguramente sucia del guardafrenos.
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