El Listín Diario del 28 de mayo de 1900 publicó una de las más hermosas crónicas de Máximo Gómez: “La vuelta a mi tierra”. El breve texto, reúne la experiencia dominicana del anciano guerrero, “después de largos años de ausencia de la Patria amada”.
Hay
pasajes que parecen sacados de una película, como ese donde, luego de que su
caballo abrevara en “las aguas del caudaloso Nizao”, entra en Baní y reconoce
que su pueblo está casi convertido en una ciudad: “El templo de madera que dejé
es hoy de piedra”, dice admirado.
Después
del reencuentro con el lugar donde transcurrió su infancia, emprendió un viaje
por mar hacia Montecristi. Sus rápidas descripciones de Samaná y Puerto Plata
también parecen proyectarse sobre una pantalla, con el sepia irreductible de
una identidad que se fue conformando durante 56 años de soledad.
Cuando
zarparon de la Novia del Atlántico, “abrumado con el peso de la deuda de tantos
cariños y consideraciones” de los puertoplateños, Gómez se fue a su camarote.
Lo despertó la luz de Montecristi. “De aquí partimos seis y solo han podido
volver dos”, escribió como si todavía tuviera la responsabilidad de redactar
partes del guerra.
Al
entrar por la puerta de su casa, sintió “flotar el espíritu de Martí bravo y
sapiente, de Borrero, Guerra y César arrojados, y solo se siente vivo a Marcos
del Rosario, el dominicano bravo, de pierna rota de un balazo, en Coliseo
célebre”. En el fondo, el viento agitaba las ramas de los árboles del patio.
Volvimos
a la Casa Museo de Máximo Gómez tratando de revivir esa experiencia, siguiendo
el hilo de sus propias palabras. Pero nos fue imposible. Justo frente a la casa museo hay un
colmado con dos inmensos juegos de bocinas enfilados hacia la calle. Apenas
eran la 9 de la mañana y ya los decibles de la música resultaban intolerables.
Unos
turistas españoles, que también se habían interesado por el antiguo caserón
donde se firmó el hermoso “Manifiesto” (tan creativo como el de Tzara, tan
revolucionario como el de Duchamp), se quejaron por señas.
Luego,
señalando el rostro de un candidato con el que habían empapelado toda la
ciudad, nos preguntaron por qué el
Ministerio de Turismo no impedía la propaganda política en una ciudad con tanto
valor patrimonial.
—Justo
ese candidato es el Ministro de Turismo —le respondí con los hombros encogidos.
Fundada
por Nicolás de Ovando en 1506, fue despoblada por las devastaciones de Osorio justo
en el año de su centenario. Antes y después de eso, la mala suerte y la
indiferencia han acompañado a Montecristi con el mismo ímpetu que la
perseverancia de sus habitantes.
Así
ha llegado hasta hoy una de las ciudades más hermosas del Caribe, quizás la que
con más obstinación encara a los Vientos Alisios. La prueba de ello es el
erosionado rostro del Morro, esa montaña mágica que se levanta como un faro
entre la enorme llanura y el mar.
Los
montecristeños construyeron acueductos y ferrocarriles, llegaron incluso a
desviar el curso de los ríos, pero el país parece empecinarse en darles la
espalda a una ciudad que pudiera ser uno de sus más auténticos atractivos. Ella
solo necesita que la vean, que la tomen en cuenta, que regresen, que piensen en
su futuro a largo plazo y no en las circunstancias de una campaña.
La historia de Montecristi merece empezar de
nuevo, de una vez y por todas.
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