A los guajiros siempre nos exigían una prueba de que habíamos estado en La Habana. Por eso
acabábamos parándonos delante de un fotógrafo ambulante. Frente a un sol
irresistible, con el Capitolio de fondo, mirábamos fijo hacia una caja de
madera que tenía un tubo negro en el centro.
El paisaje que rodea al celebérrimo escenario se ha desintegrado en los últimos 10 años. Al cascarón del teatro Campoamor le
han crecido árboles en las paredes. El interior de otro edificio cercano, también
en ruinas, se ha convertido en un cementerio de viejas locomotoras de vapor.
Los jardines que acaban por sumarse al Parque de la
Fraternidad también están abandonados. La mala hierba se ha tragado a casi
todas las plantas exóticas que la República sembró allí. Manadas de perros
callejeros se pelean por las ofrendas que la gente deja en el tronco de las
ceibas. Todo parece descomponerse, todo menos los fotógrafos.
Por más de medio siglo ellos no se han movido del lugar. Los
rostros de todas las generaciones de cubanos han salido de allí en blanco y
negro, impresos en una cartulina húmeda. Es cierto que los cuerpos comienzan a
borrarse desde el mismo día de la instantánea, pero nunca desaparecen del todo.
Siempre queda algo reconocible en cada uno de ellos.
Los fotógrafos del Capitolio son parte de la resistencia habanera.
Ellos, como la ciudad, se aprovechan del milagro de la estática y se aferran a su
lugar, sin tiempo ni espacio, tratando de que no se olvide lo que ya nadie
recuerda.
5 comentarios:
Qué buena viñeta... Abrazos
Esa, como muchas otras, Abelito, está signada por la influencia y la mirada de tu padre.
Coño... te agradezco esas palabras... un abrazo hermanito.
Camilito: gracias por esa foto desvaída y hermosa de otro recuerdo... Te quiero: Lemis
Manadas de perros callejeros, bueno eso está muy exagerado, pero me gustó lo de la foto, absoluta verdad.
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