Por lo regular estaban armados con viejos arcabuces, aunque algunos llevaban pistolas del viejo oeste y otros ejercían a mano pelá, como los pitcher en el cuadro de pelota del Paradero de Camarones. En mi pueblo, que subsistía del robo de azúcar en los trenes y de huevos en las polleras, los guarapitos eran blanco de ingeniosas venganzas llevadas a cabo por las víctimas de sus denuncias.
Mi tío Aramís González, que se alzó en el Escambray con Eloy Gutiérrez Menoyo y que desde el mismo 1959 apareció en todas las listas de desafectos, fue a parar a una granja por culpa de un chivatazo de un guarapito. La madrugada en que regresó al pueblo, su delator formaba parte de la pareja que hacía guardia en las cuatro esquinas.
Al ver a Aramís, el otro guarapito se puso de pie y lo alcanzó con apenas cuatro zancadas. Cuando pasó junto a él la quijada le temblaba, pero aún así pudo articular una palabra:
─¡Ajustícialo!
1 comentario:
Coño, asere, eso está genial. Un abrazote,
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