He tenido cierta suerte para hacerme de libros que, en algún momento, tuvieron dueños ilustres. Por las casualidades más increíbles o por los absurdos menos pensados, en mis manos han ido a parar volúmenes que antes fueron de José Lezama Lima, Gastón Baquero o Julio Cortázar. Un libro muy viejo y casi deshecho, por el uso y una entrada del mar, fue el encuentro más cercano que tuve con Mario Benedetti.
A finales de los años noventa dirigí la Editorial Casa de las Américas. Heredé una oficina que antes había sido de Eduardo Heras León y que tenía un librero inmenso. A pesar de la enorme tentación que me provocaban todos aquellos libros, no toqué nada hasta que Eduardo pasó por sus cosas. Cuando me fue a dar el abrazo de despedida, me di cuenta de que todo lo que se llevaba le cabía en las manos.
Una vez solo, me encerré todo un día a explorar aquellos pocos metros cuadrados, donde había cosas acumuladas desde los tiempos en que Ezequiel Martínez Estrada, Manuel Galich, Camila Henríquez Ureña y Mario Benedetti trabajaron en la Casa. En la portada de un poemario de José Ángel Buesa, sesgada como una etiqueta de Johnnie Walker, estaba la firma de su propietario: Mario Benedetti.
El libro tenía anotaciones por todas partes. Algunas se referían a los versos de Buesa y otras a ideas del propio Benedetti. En los márgenes de “Canción del amor prohibido” había un teléfono. Empezaba con 32, de manera que era de El Vedado. Muchas veces estuve tentado a llamar hasta que por fin un día no pude más y lo hice. Del otro lado respondió la voz de una mujer. Yo no dije una palabra, pero ella creyó que no oía nada por el alto volumen que tenía la radio en su casa.
─Yamilé, mijita, baja ese radio que no oigo nada ─dijo con una voz muy dulce─ Oigo, oigo, oigo… Coño, ¿quién será el comemierda que tiene tantas ganas de joder a esta hora?
2 comentarios:
Es una excelente anécdota para un cuento... y hasta novela.
Camilo, usualmente eres brillante pero hoy estuviste genial! Abrazos,
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