En el andén de la estación de Mataguá había un viejo coche de madera. El vagón estaba pintado de amarillo y había sido el albergue de las tripulaciones del mixto. Pero cuando cerraron el ramal y aquel tren, mitad de viajeros mitad de carga, dejó de circular, el coche de madera se convirtió en la casa de Piedra.
Del pasado del viejo coche y del viejo hombre sólo se sabían las cosas que resaltaban a simple vista. El vagón había sido construido en Chicago en 1908. Por los rótulos que han ido quedado al descubierto, primero perteneció a la Union Pacific, en Estados Unidos, y luego a los Ferrocarriles Unidos de La Habana.
Piedra era negro como el betún, debía tener unos 80 años, era cojo y apenas veía. La única persona que de verdad sabía algo de él era David Sánchez, el jefe de estación, pero nunca dijo nada. Sólo se limitó a impedir que lo molestaran y pidió excusas por su silencio. “Es difícil de explicar la vida de ese hombre”, esto lo que dijo.
Una mañana de noviembre el viejo coche de madera amaneció envuelto en llamas. No hubo forma de apagar aquellos listones curtidos por la brea de la línea y los soles de un siglo. Tampoco fue posible saber si entre todas aquellas cenizas estaban los restos de Piedra. Lo cierto es que ambas historias se consumieron el mismo día.
Lo único que sobrevive en el lugar es una plancha de hierro. Una plancha de hierro y el silencio. El silencio y el andén vacío de la estación de Mataguá.
Del pasado del viejo coche y del viejo hombre sólo se sabían las cosas que resaltaban a simple vista. El vagón había sido construido en Chicago en 1908. Por los rótulos que han ido quedado al descubierto, primero perteneció a la Union Pacific, en Estados Unidos, y luego a los Ferrocarriles Unidos de La Habana.
Piedra era negro como el betún, debía tener unos 80 años, era cojo y apenas veía. La única persona que de verdad sabía algo de él era David Sánchez, el jefe de estación, pero nunca dijo nada. Sólo se limitó a impedir que lo molestaran y pidió excusas por su silencio. “Es difícil de explicar la vida de ese hombre”, esto lo que dijo.
Una mañana de noviembre el viejo coche de madera amaneció envuelto en llamas. No hubo forma de apagar aquellos listones curtidos por la brea de la línea y los soles de un siglo. Tampoco fue posible saber si entre todas aquellas cenizas estaban los restos de Piedra. Lo cierto es que ambas historias se consumieron el mismo día.
Lo único que sobrevive en el lugar es una plancha de hierro. Una plancha de hierro y el silencio. El silencio y el andén vacío de la estación de Mataguá.
3 comentarios:
Querido Fogonero de Todos los Trenes, hoy vuelve a ser un día infinito. Estuve toda la tarde leyendo aquellas cartas, del Paradero y de San Cristóbal de La Habana. Y luego, después de tanto silencio, vuelve a pitar el tren, igualito que antes. Estoy donde mismo me quedé, en aquel andén, y mira, los trenes sí vuelven.
Te quiero,
Tu padre viejo.
Camilo Venegas no sabes la alegría que me ha dado encontrarte en este blog. Aún te pareces mucho a la última vez que nos vimos. Ojalá que nos volvamos a ver en una estación de trenes o de camiones, en un aeropuerto o un muelle.
Oye, sigo leyendo con mucho interés estos retazos villareños tan teñidos de belleza, melancolía, buena literatura.
Creo que anuncian un futuro libro tuyo, un gran libro.
Un abrazo, Camilo.
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