La granja avícola Panamá fue construida en las afueras del Paradero de Camarones en 1960. En su lugar había una arboleda de mangos y nísperos, pero fue derribada en dos días con un buldózer y dinamita. Orientadas por la precisión milimétrica de un teodolito, dieciséis naves de gallinas ponedoras fueron levantadas a lo largo de la trayectoria del sol.
Pocos años después, entre los límites de Panamá y la faja de la línea del ramal Cumanayagua, surgió el barrio de Las Latas. El término se debe a las casas, que fueron construidas con el zinc de las canaletas de los bebederos. Aplanadas a martillazos y fijadas en una estructura de cujes, las láminas limitaban salas, cocinas, portales, dormitorios y corrales de puercos.
Todos los hombres y la mayoría de las mujeres del barrio de Las Latas se dedicaron de inmediato al mercado negro de huevos y gallinas. Los huevos eran vendidos a cuatro pesos, las gallinas a cien. Al amparo de la noche cerrada, avanzando a ras del suelo, entraban como fantasmas a la granja y sustraían todas las posturas y las aves que les cupieran en costales preparados al efecto. Su mercancía era muy solicitada por dulceros, cocineros y santeros. Encubierta en los más ingeniosos equipajes, aves y posturas eran sacadas del pueblo en bicicletas, camiones y trenes.
La granja ya está prácticamente en ruinas. La falta de pienso y el moquillo han devastado su población millonaria. El tráfico también ha sido controlado. Guardias armados con fusiles y poderosas linternas cuidan de las tres naves que aún permanecen en explotación. Acompañadas por enormes pastores alemanes, las patrullas rondan toda la noche entre los límites de Panamá y la faja de la línea del antiguo ramal Cumanayagua. A su cargo, tienen la vida de 968 gallinas ponedoras y 504 pollitos recién salidos de la incubadora y con escasas probabilidades de supervivir.
Lo único que perdura son las moscas. Los insectos llegaron el mismo día que las aves, pero se quedaron para siempre. Las moscas no entienden de época de frío o de calor, de lluvias o de seca. Siempre están ahí, sobrevolándolo todo. Al cabo de los años la gente se resignó a la idea de convivir con ellas. Nada se puede hacer para espantarlas. Todas las estrategias, las trampas y los remedios han fracasado. Ni siquiera se ha podido impedir que vuelvan al mismo punto de donde acaban de levantar el vuelo.
Su zumbido es lo primero que se oye del Paradero de Camarones cuando uno se acerca al crucero de la curva o a la loma del Chino Piloto. Las moscas están encima de la comida recién servida, de los espejos, de las sábanas tendidas al sol, de los bombillos encendidos y de los que se han quedado dormidos,
–Si las moscas se comieran, coño –murmura Berto Aguiar camino del barrio de Las Latas, espantándoselas de los ojos y de la boca.
Pocos años después, entre los límites de Panamá y la faja de la línea del ramal Cumanayagua, surgió el barrio de Las Latas. El término se debe a las casas, que fueron construidas con el zinc de las canaletas de los bebederos. Aplanadas a martillazos y fijadas en una estructura de cujes, las láminas limitaban salas, cocinas, portales, dormitorios y corrales de puercos.
Todos los hombres y la mayoría de las mujeres del barrio de Las Latas se dedicaron de inmediato al mercado negro de huevos y gallinas. Los huevos eran vendidos a cuatro pesos, las gallinas a cien. Al amparo de la noche cerrada, avanzando a ras del suelo, entraban como fantasmas a la granja y sustraían todas las posturas y las aves que les cupieran en costales preparados al efecto. Su mercancía era muy solicitada por dulceros, cocineros y santeros. Encubierta en los más ingeniosos equipajes, aves y posturas eran sacadas del pueblo en bicicletas, camiones y trenes.
La granja ya está prácticamente en ruinas. La falta de pienso y el moquillo han devastado su población millonaria. El tráfico también ha sido controlado. Guardias armados con fusiles y poderosas linternas cuidan de las tres naves que aún permanecen en explotación. Acompañadas por enormes pastores alemanes, las patrullas rondan toda la noche entre los límites de Panamá y la faja de la línea del antiguo ramal Cumanayagua. A su cargo, tienen la vida de 968 gallinas ponedoras y 504 pollitos recién salidos de la incubadora y con escasas probabilidades de supervivir.
Lo único que perdura son las moscas. Los insectos llegaron el mismo día que las aves, pero se quedaron para siempre. Las moscas no entienden de época de frío o de calor, de lluvias o de seca. Siempre están ahí, sobrevolándolo todo. Al cabo de los años la gente se resignó a la idea de convivir con ellas. Nada se puede hacer para espantarlas. Todas las estrategias, las trampas y los remedios han fracasado. Ni siquiera se ha podido impedir que vuelvan al mismo punto de donde acaban de levantar el vuelo.
Su zumbido es lo primero que se oye del Paradero de Camarones cuando uno se acerca al crucero de la curva o a la loma del Chino Piloto. Las moscas están encima de la comida recién servida, de los espejos, de las sábanas tendidas al sol, de los bombillos encendidos y de los que se han quedado dormidos,
–Si las moscas se comieran, coño –murmura Berto Aguiar camino del barrio de Las Latas, espantándoselas de los ojos y de la boca.
1 comentario:
¿Te acuerdas de Machado?:
Vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.
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