Siempre que me paraba junto a él, me sorprendía su estatura. Su elegancia y su actitud lo hacían parecer mucho más alto. Por eso, cada vez que nos dábamos un abrazo, me veía obligado a corregir esa idea. Aunque, en lo esencial, seguía siendo para mí un hombre altísimo, de los más grandes que he conocido.
En 1951, después de recorrer media provincia de Matanzas haciendo campaña para el partido de Eduardo Chibás, Mario Rivadulla se fue a dar un baño de mar en Varadero. Le acompañaban Heberto Padilla y Fidel Castro. Hablaron de literatura, mencionaron a Rolland, Hugo, Camus, Dostoievski, Malaparte…
Padilla apenas tenía 19 años y acababa de mudarse de Pinar del Río para La Habana gracias a un trabajo que le había conseguido Mario. “De todos ellos Fidel era el menos atractivo para mí. Me interesaba más la gravedad inteligente de Rivadulla, cuyo talento oratorio no he olvidado”, escribió en sus memorias.
Ni Mario ni Heberto sospechaban que el hombre que estaba sentado junto a ellos acabaría con todos sus sueños de una Cuba democrática, encarcelándolos primero y desterrándolos después. Así fue que, con una visa de tránsito para México, Rivadulla llegó a República Dominicana en 1970.
Graduado en el Instituto de Administración Pública de la Universidad de La Habana, en su país fue locutor, periodista, comentarista radial, redactor y articulista de Bohemia, La Calle y Diario Nacional. En República Dominicana también escribió para El Caribe, El Nacional, Ahora y Listín Diario.
Yo le llamaba Presidente. Todo empezó un día en que, medio en broma, medio en serio, le dije que él era el jefe de estado de los cubanos libres de República Dominicana. Él, siguiéndome la corriente, me pidió que fuera su ministro de Cultura. “El único cargo público que aceptaría es la alcaldía del Paradero de Camarones”, le respondí.
Desde entonces me llamó Alcalde. Siempre que nos encontrábamos, fuera en la circunstancia que fuera, acabábamos conversando un largo rato. Empezábamos por temas muy serios y terminábamos, invariablemente, jugando a que él era presidente y yo alcalde.
“En el Paradero de Camarones vamos a construir la mayor granja avícola de América Latina y tienes que ir a su inauguración”, le anunciaba. Él cerraba los ojos para reírse. “Eso es muy importante —me decía—, porque en mis primeros cien días de gobierno por lo menos tengo que lograr que los huevos estén por la libre”
Un día me llamó eufórico. “Acabas de ganar el Caonabo de Oro —me dijo—, el más importante reconocimiento que se otorga en República Dominicana a un escritor extranjero. Estoy orgulloso de ti, mi querido alcalde. En cuanto pueda iré al Paradero de Camarones a develar una tarja”.
Voy a extrañar mucho tus abrazos, Presidente, y esas largas conversaciones que teníamos al pie de cada encuentro. Te prometo que el día que caiga la dictadura, tú serás una de las primeras personas en las que piense. Nada va a impedir que celebre contigo.
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