19 febrero 2022

El último día de clases


El hallazgo de una carpeta con una las primeras versiones del libro Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes (2011), me ha permitido recuperar unas 12 viñetas que parecen escritas para Atlántida y no para aquel libro. Esa debe ser la razón por las que acabé descartándolas en aquel momento.

Esta, además de quedar perfecta al comienzo del capítulo “Julio”, me permite hacerle un pequeño homenaje a mi primo Ignacio Yero, quien falleció en Cienfuegos el pasado 5 de septiembre. Siempre recordaré a Papo y a su amada Lucía con mucho cariño.


El maestro Gustavo explicó que al mediodía había que guárdalo todo y dejar la escuela totalmente cerrada. Para decir las palabras centrales del acto, vino un inspector provincial de Educación. Muchos de los que pasaban por la acera lo saludaban con admiración.
—¡Ah, pero si el inspector es Papo! —dijo Macho Calixto desde el banco donde pasaba los días, desde el amanecer hasta el oscurecer.
—¡Papo, cará! —dijo Manolo Pis, quien barría la calle principal del pueblo de extremo a extremo y en ese momento hacía una montaña de hojas de laurel.
—¡Pero miren a Papo, caballero! —dijo una mujer del barrio de Las Latas que pasaba con un galón de kerosene—. No me quedo a ver el acto porque todavía no he puesto los frijoles a la candela y mira la hora que es.
—¡Dime, caballo! —le dijo Cuquito Yero antes de darle un beso. Eso me llamó la atención, porque los Yero solo besan a los hombres de la familia.
—¡Pero si estás igualito! —le dijo Aracelia, que cruzó la calle solo para saludarlo.
El inspector dijo que estaba orgulloso de los resultados porque nuestra escuela había logrado alcanzar todas las metas trazadas para el curso escolar 78-79. También felicitó al maestro Gustavo y nos dijo que teníamos a uno de los mejores educadores de la provincia.
—¡Viva Gustavo! —gritó Macho Calixto desde su banco.
—¡Viva Gustavo! —gritó Bencho Llerena, el apicultor, mientras perseguía una nube de abejas.
—¡Viva Gustavo! —grito Manolo Pis antes de cagarse en dios, porque el viento acababa de desbaratarle la enorme montaña de hojas de laurel.
Dividieron a las hembras de los varones. Ellas se dedicarían a barrer y baldear las aulas, mientras nosotros limpiábamos las áreas exteriores. Como Tito Migollo era el más alto del aula, le encargaron desmontar el largo tubo donde se izaba la bandera. Cuando lo zafó de la base, se le fue para un lado.
—¡Eeeeeeee! —dijo Macho Calixto mientras Tito corría hacia la derecha para tratar de enderezarlo.
—¡Eeeeeeee! —dijo Manolo Pis mientras Tito corría hacia la izquierda.
—¡Eeeeeeeeeeee! —dijeron los borrachos mientras Tito corría hacía la calle.
El maestro Gustavo y el inspector corrieron en su ayuda y entre los tres lograron acostar el largo tubo. Edilia, la conserje, le llenó la cabeza de detergente al busto de Martí y comenzó a quitarle el moho con un cepillo. Luego lo secó con una frazada de piso y nos pidió al Chiqui y a mí que lo lleváramos para el aula.
El inspector se paró delante de nosotros y nos detuvo.
—¿Tú sabes que nosotros somos primos? —me preguntó.
Como no supe qué decir, me encogí de hombros. Entonces él se me acercó y me dio un beso. Me dijo que se llamaba Ignacio Yero, como su papá, y que Lérida era su prima hermana. “¡Agarra bien a Martí, que no se te puede caer!”, me dijo y se fue a conversar con las personas que se habían reunido frente a la escuela.
Miré a mi alrededor para ver la cara que tenían mis compañeros de aula después del saludo del inspector. Pero ninguno lo había visto, todos estaban demasiado ocupados en sus quehaceres. Uno de los momentos más importantes de mi vida en la escuela había pasado desapercibido.
Llevamos a Martí para la vitrina donde también estaban los diccionarios, el atlas, la esfera y la nariz del busto, que se le había caído hacía tiempo y no hubo manera de volvérsela a pegar. El maestro Gustavo fue a asegurarse de que todo estaba en su lugar. Luego cerró las persianas y separó los cables para apagar la luz.
Entonces me di cuenta de que Martí se había quedado en lo oscuro, justo en el lugar donde pidió que nunca lo pusieran. Salí corriendo en cuanto nos soltaron. Sin dejar de correr me quité la pañoleta, primero, y la camisa después. No sabía qué más hacer para disfrutar tanta libertad. 
Las vacaciones acababan de empezar.

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