17 febrero 2022

El gallinero


Este fue uno de los cuentos que deseché del libro Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes. Hace unos días di con él y me pareció que encajaba perfecto en Atlántida, en cuya edición y revisión trabajo. Ahora tengo que hacerle lugar en uno de los capítulos.

Era un pequeño rectángulo de mampostería con techo de tejas y pintado con cal viva. Escritas a mano alzada sobre su única puerta había tres letras: “P.N.R.”. Aunque era un cuartel, alguien dijo que parecía un gallinero y el nombre se le quedó. La celda tenía un candado del tiempo de España. Su llave era enorme y colgaba del cinto de Meneses.

Atlántida y Aurelio lloraban de la risa cada vez que Rao recordaba al muchacho de Cruces que sorprendieron robando azúcar dentro de una tolva. Según mi tío abuelo, las piernas le temblaban cuando pasó esposado por la esquina. Detrás de él, iba Meneses con un máuser.

—Así, así, así —decía Rao mientras movía las piernas como si estuviera bailando charlestón—. Temblaba, temblaba, temblaba.

Cuando llegaron a la puerta del cuartel, el muchacho intentó escaparse. Meneses trató de disparar al aire y el máuser reventó. Los dos se asustaron tanto que se tiraron al suelo. Todos los que vieron la escena se murieron de la risa, igual que Aurelio y Atlántida cada vez que Rao hacía el cuento.

—El muchacho aullaba, aullaba, aullaba —contaba Rao—. Aaauuu, aaauuu, aaauuu.

Según mi tío abuelo, esa noche no dejó dormir a nadie con sus gritos. Al otro día, cuando vino el Jeep de cuatro puertas de la policía de Cruces, los que viven alrededor del cuartel sintieron un gran alivio. “Esta noche podremos dormir”, se decían a través de los portales y de las cercas de los patios.

Según Rao, desde que construyeron el cuartel, Meneses solo sabía decir que el que no anduviera derechito se lo llevaba preso. “Ve y dile a Castellanos que te pele o te llevo para el cuartel”, “vístete como se visten los hombres o te llevo para el cuartel”, “apaga esa música americana o te llevo para el cuartel”.

No pocos viajeros acabaron en el cuartel. Meneses los esperaba en la carreterita para registrarles el equipaje. A un hombre que se bajó del tren de Cumanayagua le quitó un paquete de café y le dijo que lo acompañara. “¡Pal gallinero!”, susurraron los borrachos en el bar cuando los vieron pasar.

A un viejo que llegó de Potrerillo con un saco a cuestas le hizo tirarlo en medio de la calle y abrirlo. Eran frijoles negros. Después de decirle que ese saco debía de estar en Acopio y no en manos de un particular, le dijo que lo acompañara. “¡Pal gallinero!”, susurraron los borrachos.

Lo mismo le pasó a una mujer que venía de Sagua la Grande a cambiar botellas de cloro por cartones de huevos. Pero esa vez el único de los borrachos que dijo algo fue Cuquito Yero. “No seas abusador, chico —susurró—, con lo buena que está”. Meneses se detuvo y le ordenó a la mujer que hiciera lo mismo.

—¿Qué tu dijiste?

—¿Y a ti que te importa lo que yo dije?

—No le faltes el respeto a la autoridad.

—Qué autoridad, ni autoridad, tú lo que eres es un abusador.

Meneses le quitó las esposas a la mujer y se las puso a Cuquito, quien no dejaba de tambalearse y apenas podía unir los brazos. La mujer permitió que mi tío abuelo se recostara a ella para que pudiera mantener el equilibrio. “¡Pal gallinero!”, susurraron los borrachos.

—¿De dónde tú eres, mi vida? —preguntó Cuquito.

—De Palmira —respondió la mujer.

—Cuando salgamos de esta, te voy a hacer la visita para que me cueles un café.

—Vamos a ver si se callan los detenidos —gritó Meneses, mientras jugaba con la soguita donde tenía atada la llave del candado del tiempo de España. Cuando el Jeep de cuatro puertas se llevó a Cuquito para Cruces, los borrachos lo aplaudieron como a un héroe.

—¡Viva Cuquitooo! —gritó Cundunga.

—Si vuelves a decir algo, aunque sea media palabra —le advirtió Meneses—, te llevo para el cuartel.

—Al principio el gallinero no nos dejaba dormir —dijo Cundunga mientras le ponían las esposas—, pero ahora no nos deja vivir.

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