20 febrero 2022

Manicaragua


En Manicaragua vivían las Gallart y los Donato. Herminia, la hermana mayor de Atlántida, llevó a los hijos de sus dos matrimonios a ese pueblo. Allí empieza o se acaba el Escambray, según de qué lado se esté mirando el mapa. Lérida fue a pasarse una semana en casa de Alicia Gallart, con sus primas Aya, Mermo y Milvia.

Estaban sentadas en el portal. Sin levantarse de los sillones podían ver la calle Oriente de principio a fin. Entonces apareció él, lleno de polvo y con una herida en la frente. Las muchachas le preguntaron qué le había pasado. Él dijo que cuando se hacen carreteras por esas lomas muchas cosas pueden salir mal.

—¿Y tú quién eres? —preguntó mientras se tapaba la cara con una mano para poder encender un cigarrillo con la otra.

—Es nuestra prima —dijo Aya.

—Vive en una estación de trenes —dijo Mermo.

—Se llama Lérida —dijo Milvia.

Serafín la sacó a bailar esa misma noche. Apenas hablaron. Cuando él la acompañaba de regreso a la mesa, le preguntó cómo podía llegar a su pueblo. “Pastilla de menta” empezó a sonar a todo volumen, los dos hacían señas para decir que no entendían nada.

Dos semanas después Serafín llegó en su Dodge a la estación de ferrocarril de San Fernando de Camarones. Le seguía de cerca una enorme nube de polvo. Lérida le preguntó qué hacía allí y él le respondió que había ido a pedir su mano. Se miraron a los ojos por un largo rato y luego se besaron por mucho más tiempo.

—Alicia dice que es un vividor —le dijo Atlántida mientras servía la mesa—, que la hija del médico del pueblo es su novia y que ya tienen fecha para casarse.

Lérida no dijo nada, tampoco se sentó a la mesa. Se acostó y estuvo dos días sin levantarse. Hay una foto, en el Liceo de San Fernando, donde se ve que Atlántida todavía está molesta con el noviazgo. Lérida y Serafín, sin embargo, mantienen sus frentes pegadas y se miran a los ojos, como si estuvieran a punto de besarse.

Un año después, en 1966, estaban mirándolo todo a través del vidrio trasero del Dodge, mientras la familia le decía adiós y ellos se alejaban en dirección al hotel Jagua, de Cienfuegos, donde pasarían su luna de miel. Una noche la llave se les quedó dentro de la habitación y él trepó por los balcones.

Nueve meses después nací yo, el 16 de julio de 1967. Ese día se celebra la fiesta del manicaragüense ausente y Serafín, en vez de estar junto a Lérida, en la Clínica del Maestro de Santa Clara, bailaba con Margarita, la hija del médico con la que no se casó. La orquesta Aragón parecía tocar solo para ellos.

—Siempre te dijimos que era un vividor —dicen que dijo Atlántida segundos antes de que me diera a luz.

Al otro día, cuando me cargó por primera vez, me lanzó hacía arriba. Dijo que él se iba asegurar de que a mí me gustaran el mar, las montañas, la pesca submarina, las huevas de pescado fritas y la orquesta Aragón. “¡Mi macho!”, dicen que gritaba cada vez que me iban a cambiar el culero y quedaba completamente desnudo.

El matrimonio solo duró seis años. Lérida se cansó de que él entrara a la casa cantando como Bacallao y preguntando quién ha visto por ahí a su novia Margarita. No recuerdo el día en que acabó todo, pero sentía una gran felicidad cada vez que me veía corriendo por el andén.

—Te vas a quedar a vivir aquí con tus abuelos —me decía Lérida enternecida en llanto.

—Sí, mami, sí —le respondía yo feliz, mientras un largo tren pasaba delante de nosotros.

—Yo me tengo que ir a trabajar a Cienfuegos, pero vendré a verte todos los fines de semana.

—Sí, mami, sí.

—Tienes que hacerle mucho caso a tu abuela Atlántida y a tu abuelo Aurelio.

—Sí, mami, sí.

—¿Me vas a extrañar?

—Sí, mami, sí.

El tren llevaba tolvas de azúcar. Nunca olvidaré el olor a dulce y a hierro que dejó en el aire, en mi ropa y en mi cuerpo. Los olores de Manicaragua eran muy diferentes y, cada vez que volviera a la calle Oriente con Serafín, los reconocería. Pero el olor a dulce y a hierro serían, para siempre, mis olores preferidos.

No hay comentarios: