12 enero 2020

A caballo

Toda mi infancia vi pasar gente a caballo. Aunque mi casa estaba llena de relojes (toda estación de ferrocarril lo está), también podía saber la hora por aquellos jinetes. Pasaban puntuales, invariablemente, aun en los días más lluviosos o fríos.
Evelio Pis, el padre de Miriam, era el primero. Cuando niño, alguien le hizo una terrible broma (esa de “ver a dios por la boca de un güiro”) y casi lo desnuca. Pero a pesar de sus enormes limitaciones físicas, cada madrugada se subía a su bestia y partía hacia las siembras en el campo.
Pasaba por el andén de mi casa a las 6:30, justo diez minutos antes que Manuel Gómez, el padre del Negro. Como Evelio, Manuel levantaba el brazo frente a la ventana de la cocina. Ambos sabían que mi abuela ya estaba ahí, hirviendo la leche o haciendo el café.
“¡Atlántidaaaaa!”, decían sin levantar la cabeza, diciendo adiós con el brazo izquierdo. Aunque a Pis, por su condición, le costaba más trabajo, nunca dejó de hacerlo. “¡Eveliooooo!”, respondía mi abuela primero, sin dejar de batir la leche, diez minutos antes de responder otra vez, ya con la cafetera, “¡Manueeeeel!”.
A las 9:00, poco después de que se internara el mixto de Cumanayagua, llegaba Isidro el Cartero en su yegua blanca. “¡Preeeeensa!”, voceaba mientras se lanzaba hacia el andén. En el momento de entregarle el periódico a mi abuelo, siempre intercambiaba algún comentario sobre el estado del tiempo.
De todos los jinetes de mi pueblo, el más elegante era Julito Monterito. Se vestía como John Wayne y su bestia corría como si estuviera proyectada en la pantalla del cine Justo. Él no solo levantaba el brazo para saludar, también se quitaba el sombrero antes de un largo “¡Oooooeeeeeee!”.
El sábado pasado el Rubio nos trajo su caballo de paso fino y un mulo para que Renay, Pipo y Lucas los montaran. Diana se entusiasmó y se fue a cabalgar un rato. La tarde estaba ya cayendo sobre la Loma de Thoreau cuando la vi acercarse entre los taludes de la vía.
La luz y la hora me hicieron recordar a los jinetes de mi pueblo, aquellos que pasaron durante toda mi infancia para decirnos adiós y hacernos saber la hora. Mientras Diana se acercaba, levanté el brazo y le grité “¡Oooooeeeeeee!”. Reí feliz, como un niño.

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