La
noche que hice el mejor fildeo de mi vida, la del 25 de julio de 2011, fue
también la de mi más exitoso flirteo. Llegué a Casa de Teatro, en el corazón
del Santo Domingo colonial, y quedé encandilado por unos ojos azules que
alumbraban desde una de las mesas del fondo.
Fui
insistente, torpe, incorrecto… Asedié y acosé a Diana Sarlabous. Tanto me
propasé, que apenas unos minutos después de haberla conocido y sin darle tiempo
a reaccionar, le di un beso (en esa acción, siempre reconozco el crédito del Brugal Extra Viejo que llevaba en la mano).
Hoy,
mientras leía Defendemos la libertad de importunar, indispensable para la libertad sexual, el manifiesto contra el
“puritanismo” que firmaron en París más de cien artistas e intelectuales
francesas, pensé en aquellos minutos en que Diana Sarlabous pasó de ser una
absoluta desconocida a la mujer más importante de mi vida.
Por
eso firmaría ese documento y todos los que se redacten contra el extremismo de
los ultra correctos, esa afán que acabará por empujar al mundo a los brazos del
fundamentalismo moralista que tanto pregonan los más conservadores de la
política y la religión.
La
violación es un delito muy grave que debe ser rechazado y condenado sin
vacilación. Pero de ahí a caer en una cacería de brujas a veces hasta por
tonterías, hay una gran diferencia. Ya en Hollywood se ha empezado a borrar rostros
de las películas, una bochornosa práctica de muchos regímenes totalitarios.
Por
eso me temo que esta cruzada puritana puede conducirnos a horrores aún peores
que los que la desataron. Pocas semanas después de nuestro primer encuentro,
Diana Sarlabous y yo nos casamos. Desde entonces, como en las películas de
Disney, nos sentimos dichosos para siempre.
En
la dictadura de los ultra correctos nuestra historia hubiera sido imposible. Aún
seríamos aburridamente íntegros, tremendamente infelices.
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