(Prólogo de la novela El ombligo del mundo, de Jorge Luis García Fuentes)
A Jorge Luis García
Fuentes lo conocí a principios de la década de los 80 del siglo pasado. Coincidimos
en una ciudad irrecuperable, en un país que dejó de existir. Una gran
escenografía de ladrillos y cúpulas se alzaba sobre el antiguo campo de golf
del Country Club de La Habana. Era la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán y estábamos
en el primer día de clases.
Yo comenzaba
en segundo año y él en primero. Los reincidentes solo teníamos tiempo para
abrazarnos y ponernos al día, después de haber estado sin vernos durante todo
el verano. Según él me cuenta, alguien le dijo quién yo era. No nos conocimos
por nosotros sino por la música que más oíamos entonces.
Esta parte de
la historia a mí se me había olvidado y la recuperé gracias a él, porque mi más
viejo recuerdo suyo era en otra parte: en el proscenio del teatro Miramar,
escondido detrás de sus sempiternas gafitas a lo John Lennon, recitando en voz
alta un homenaje suyo a Aquiles Nazoa. Tenía una agenda soviética entre las
manos.
–¿Me dijeron
que aquí el fanático de Silvio eres tú? –dice que me dijo. Y yo seguramente que
asentí, porque en aquella época blandía las creaciones de Silvio Rodríguez con
necio fundamentalismo. “Causas y azares”, “No hacen falta alas” y “Monólogo”,
entre muchas otras, fueron la contraseña de nuestra amistad.
Me veo
claramente en una de aquellas noches, junto a Jorge Luis, gritando a voz en
cuello “¡un helado gigaaaaante!”, mientras Silvio saltaba para ponerle fin a
uno de aquellos conciertos que hacía año tras año en nuestra escuela.
Pero más que
el teatro y nuestro fanatismo por Silvio, creo que quien mejor nos unió fue la
poesía. Los dos empezamos a garabatear versos al mismo tiempo y nos leíamos
aquellas primeras cosas una y otra vez, hasta que se convertían en una obra
colectiva de tanto manoseo.
Poco después
de graduarnos nos perdimos de vista y solo coincidimos una vez más en La
Habana. Recuerdo que fue hasta mi casa y le presté unos videocasetes donde
había grabado varios capítulos de El
narrador de cuentos, la inolvidable serie que protagonizó John Hurt.
Durante todo
el tiempo que dejamos de vernos en Cuba, él protagonizó una película —Vals de la Habana Vieja (Luis Felipe
Bernaza, 1988)— y escribió para la televisión cubana. Nunca más supe de su
poesía, jamás escuché su nombre entre los briosos nuevos pinos de la literatura
cubana.
La próxima
vez que nos encontramos fue en Facebook. Él ya estaba en Hermosillo, México, y
yo en Santo Domingo, República Dominicana. Los mapas habían cambiado de color y
no pocos países de nombre. Cuba, inamovible, se seguía derrumbando. Nosotros,
sin embargo, aún pensábamos muy parecido. Habíamos llegado a las mismas
conclusiones por separado.
Gracias a eso
recuperamos intacta nuestra antigua complicidad. Ahora los dos sentimos el
mismo rechazo por el ciudadano Silvio y coincidimos en la inmensa mayoría de
las cosas que se debaten en las redes. Él, desde el desierto calcinante, y yo,
desde el Caribe, nos resistimos a abandonar el país imaginario del que nos
fuimos.
Ambos nos
valemos de las palabras para seguir en Cuba. Lo mismo a través de nuestros
respectivos blogs, que en teewts, post o discusiones en la red. Es así que nos
reencontramos a menudo. Aunque no nos es posible abrazarnos, el cariño se
sostiene a base de coincidencias y hasta de reincidencias.
Hace unas
semanas, me dijo que estaba a punto de publicar una novela. La noticia me dio
mucha alegría, pero me puse muchísimo más feliz cuando me pidió que escribiera
el prólogo. Lo dicho hasta aquí, son los antecedentes fundamentales con los que
hice doble clic y empecé a leer El
ombligo del mundo.
La
imaginación de Jorge Luis fue siempre hiperactiva. Incluso en los trabajos de
clase, era incapaz de conformarse con la realidad (o las realidades) que le
exigían. Nunca se contentaba con dejar las ideas en su estado natural. Esa es
la razón por lo que todo lo que pasaba por sus manos acaba en lo surreal, en el
absurdo, en lo apócrifo…
Esta novela no
es la excepción. La trama de Jorge Luis no sucede en los trillos del realismo
sucio, esos estrechos senderos que tantos cubanos de su generación han dejado
prácticamente intransitable. La isla a la que llega el conde Saint-Germain es
menos obvia y mucho más alucinante.
Aunque las
ruinas físicas y morales del país son inocultables, nos sumergimos en ellas con
una cartografía diferente. La búsqueda en Cuba del Umbilicus Mundi se convierte
en un hermosísimo homenaje a los signos de identidad que definen al cubano y a los
maestros de Jorge Luis, desde Virgilio Piñera hasta Umberto Eco, desde Juan
Padrón hasta Steven Spielberg.
Como en las
grandes novelas de aventuras —tan injustamente separadas de las grandes novelas
a secas—, la trama de El ombligo del
mundo salta de épocas, de geografías y de escenarios, hasta lograr que el
mundo entero quepa en el interior del teatro Monserrat.
Los
antologadores y críticos de la literatura cubana más reciente han ignorado
hasta ahora a Jorge Luis García Fuentes. A pesar de que él nunca dejó de
escribir y su obra es una de las más ingeniosas, honestas y valiosas de su
generación; jamás notaron su presencia. Ante El ombligo del mundo, no podrán seguir siendo indiferentes.
Pero si fue
un grave error no incluir el nombre de Jorge Luis entre los mejores escritores
de su generación; pero aún será tratar de etiquetarlo y buscarle un lugarcito
en un sitio donde ya no tiene espacio. Aunque es una obra escrita por un cubano
y Cuba es uno de sus escenarios, escapa a todas las clasificaciones al uso.
Los años de
exilio le han ofrecido a Jorge Luis toda la autonomía de vuelo que necesitaba
para escribir un libro como este. El autor consigue escaparse con mucha
habilidad de lo autorreferencial. También logra liberarse de los agobios de la
censura y —sobre todo— de la autocensura.
El ombligo del mundo también escapa a esos vicios y temores que tanto lastran la
literatura cubana actual, incluso de autores muy premiados y reconocidos
internacionalmente. Más que por un cubano, la novela está escrita por un hombre
libre, cual solamente puede ser libre.
En la próxima
página comienzan las aventuras, venturas y desventuras del inmortal conde
Saint-Germain. Ellas le llevarán a conocer a Álvaro Medina, un historiador de
arte que labora como encargado de conservación del teatro Monserrat.
Cuando
conozcan a Álvaro, se sentirán como yo el día que conocí a Jorge Luis. A simple
vista parecen tipos comunes, pero una vez que se hacen sus amigos, querrán
tenerlos cerca por siempre; aunque una isla, un golfo y un desierto medien
entre ustedes.
No los demoro
más. Sean bienvenidos a bordo. ¡Feliz viaje al ombligo del mundo!
La Loma de Thoreau, 6 de diciembre de 2017
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