Anoche me subí en un autobús a principios de los años ochenta. Era aquel que pasaba al final de los domingos y cubría la distancia que hay entre los meses de clases y los sembradíos más remotos de mi provincia.
Adentro todos eran jovencísimos y todavía estaban uniformados. Algunos se burlaron de mí, otros me miraron espantados. —¡Te estás quedando calvo! —Dijo por fin aquella rubiecita de Palmira cuya mirada nunca aprendí a descifrar—, ¿qué te ha pasado?
Al principio me espantó la idea de ser 30 años más viejo que mis antiguos compañeros de aula. Se veían espléndidos, felices. Detrás del autobús, el polvo de la carretera secundaria dejaba una estela amarilla, como la de los cometas.
No recuerdo cómo salí de allí, pero cuando estuve de regreso en casa, sentí un gran alivio. Detrás de los cristales había una mañana de lluvia en Santo Domingo, uno o dos días antes de que empiece 2017. Volví a sentir miedo, pero esta vez de pasado.
Hay algo que me aterra más que envejecer y es volver a perder las cosas que dejé atrás en aquel autobús: los sembradíos, el camino de regreso a casa, la estela amarilla del polvo de mi provincia, el país, todo lo que llegamos a creernos.
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