La
primera vez que hablé con Amado del Pino fue a mediados de los años 80 del
siglo pasado. Yo cubría el center field en un juego entre estudiantes de Arte
de Cubanacán y muchachos de Palo Cagao, la comunidad vulnerable que estaba
justo al lado de nuestra escuela.
“Asere,
échate más pa’ llá, que ese tipo hala la bola”, me dijo mientras me empujaba hasta ponerme en la posición que él creía correcta. En efecto, el
gordito tenía razón, el fly fue directo a mis manos.
A
partir de ese mismo día empezamos a saludarnos con cariño y, cada vez que
teníamos una oportunidad, discutíamos de pelota. “Ser del mismo pueblo de
Rolando Macías (un legendario pitcher de Las Villas) es una responsabilidad muy grande”, solía
decirme.
Otros
pueden recordarlo hoy con mucha más nitidez que yo. Pienso, sobre todo, en
Renay Chinea, quien le quiso a la luz de los peores rones y en las mejores oscuridades
de La Habana. Hubiera preferido delegar esa dolorosa tarea en Renay hasta que sonó mi teléfono.
Era
Luis Leonel León, quien me pidió con urgencia dos párrafos sobre Amado para el Diario de las Américas. Esto fue lo que
le envié. Es lo mismo que diría de él a todo el que no tuvo la enorme fortuna
de conocerlo:
Amado del Pino era, por encima de
todas las cosas que fue, que quiso ser y que no pudo ser, una manera de ser
cubano. Cuando leí en el muro de Abilio Estévez que había muerto, no pensé en
él ni en su amada Tania; pensé en mí, en nosotros, en todo lo que nos
perderemos sin él.
Su autenticidad, su inteligencia y su
humor le permitieron ser parte de la cubanía de la manera más simple y audaz
posible. Ahí están su teatro y su literatura para probar lo que digo. Amadito
era tan honesto, que uno acababa dándole la razón incluso cuando defendía lo
indefendible.
Gente como Amado del Pino no pueden
perderse la Cuba del futuro, sea cual sea, y es nuestra responsabilidad
asegurarnos de que lleguen hasta allí y digan lo que tienen que decir.
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