Entre
Alabama y Milán median casi ocho mil kilómetros, pero el azar logró que cayeran,
a tanta distancia, dos ruiseñores al mismo tiempo. Una de los mayores regalos
que nos hacen los grandes libros es que uno jamás olvida el momento en que los
leyó.
Gracias
a Harper Lee y a Umberto Eco, nunca he perdido de vista a los Camilo que era cuando
leí Matar a un ruiseñor (1960) y El nombre de la rosa (1980). Por esas dos obras conservo
intacto un verano de mi niñez y la mayor tormenta de mi juventud. Sus historias
le dan sentido a mi historia, la complementan.
“Un ruiseñor es un sinsonte”, fue lo único que
me dijo mi abuelo cuando puso el libro de Lee en mis manos. El ejemplar estaba
deshecho. Había perdido la portada y mi abuela acababa de forrarlo con la
carátula de una revista Bohemia. En el lugar del título se leía “¡Azúcar para
crecer!”, una consigna de la Cuba de entonces.
Aunque
en mi país ya todos tenían los mismos derechos, en el pequeño pueblo donde crecí
aún estaba fresco el recuerdo de la época en que los negros no podían entrar a
los parques, caminar por las aceras o bailar en las fiestas de los blancos. Por
eso el libro me hizo dos aportes fundamentales.
Primero:
me libró de los prejuicios que —sin querer— mi familia me había endosado.
Segundo: me enamoré perdidamente de Vivian Águila, la única mulata de mi curso,
una belleza silvestre que en mi edulcorada nostalgia se parece cada vez más a
Halle Berry.
Desde
entonces tengo presente dos advertencias de la novela. La de Atticus, aquella de
que matar ruiseñores, que solo cantan y no hacen daño, es un acto malvado; y la
de Scout, la niña que le recordó a su padre que denunciar a alguien que hizo
algo malo para poder hacer el bien, también sería como matar a un ruiseñor.
Por
los días que leí El nombre de la rosa mi provincia fue azotada por una
tormenta inexplicable. Aunque ocurrió fuera de la temporada ciclónica, fue aún
más devastadora que un huracán. Esa debe ser la explicación por la que sigo
asociando a la novela de Eco con el silbido de un viento muy fuerte.
En
la Cuba de entonces estaban prohibidos algunos de los escritores más
importantes de nuestra cultura (Lino Novás Calvo, Guillermo Cabrera Infante,
Severo Sarduy, Gastón Baquero, Lydia Cabrera, Reinaldo Arenas…). Por esa misma
fecha, un amigo que trabajaba en la Biblioteca de Cienfuegos me confesó que
había un pequeño cuarto donde se guardan los “libros envenenados”.
Fue
tanto el sentido de la libertad que aprendí con Eco, que me convertí en un
ladrón. Aprovechando un descuido de la bibliotecaria, me escabullí por el
oscuro pasillo que conducía a la luz de El negrero, Así en la paz como en la
guerra, De donde son los cantantes, Memorial
de un testigo, El monte y Celestino antes del alba.
No
sé cómo pude caminar con todos aquellos libros metidos dentro del pantalón. Ya
en el tren, de regreso a mi casa, me sentía como Adso de Melk, el novicio
benedictino que acompañó a Guillermo de Baskerville en su viaje al interior de
la abadía donde transcurre la novela.
Encontré
las dos noticias en un muro de las redes sociales. Primero la de Umberto Eco y
luego la de Harper Lee. El pesar se me elevó al cuadrado. Busqué sus libros,
abrí páginas al azar, leí en voz alta algunos de los subrayados. Gracias a
ellos soy un individuo mucho más tolerante y libre.
Esta semana me mataron a dos ruiseñores de un tiro y estoy aquí para darles las gracias por su canto. Sin ellos, con toda seguridad, sería peor de lo que soy. Algo esencial en mi identidad les pertenece.
Esta semana me mataron a dos ruiseñores de un tiro y estoy aquí para darles las gracias por su canto. Sin ellos, con toda seguridad, sería peor de lo que soy. Algo esencial en mi identidad les pertenece.
2 comentarios:
Qué Joya guajiro.
ERES EL MEJOR.
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