Katja Loher y José Bedia en el privé de Interplanetary
Kisses.
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(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Todas
las mañanas, cuando voy camino de mis labores, elijo la Gustavo Mejía Ricart.
Muchas veces me he preguntado por qué lo hago, sometiéndome a los tapones que
provocan los restaurantes y colegios que pululan en esa avenida.
Un
día me di cuenta de que era por la Galería de Lyle O’Reitzel. Es una gran
recompensa esperar la luz verde mientras miro, a través de unas vidrieras,
obras de José Bedia, Jorge Pineda, José García Cordero, Hulda Guzmán, Edouard Duval-Carrié, Luis Cruz
Azaceta, Gustavo Acosta y Gerard Ellis, entre otros.
La
Galería no es más que unos pocos metros cuadrados dentro de una torre de
Piantini, en el nuevo corazón de Santo Domingo. Pero la oferta cultural que
genera ese espacio es mucho mayor y más significativa que la de enormes
edificios con abultadas nóminas y presupuestos millonarios.
Un
día le pregunté a Lyle cómo era capaz de organizar tantas exposiciones de
primer nivel con los más importantes artistas del Caribe. “Yo no tengo plan B
—fue su parca respuesta—. Solo me dedico a esto”. Implícita, estaba una larga
explicación sobre cómo una galería puede ser sostenible aun ofreciendo arte de
vanguardia y de gran calidad.
Por
eso uno de los más importantes méritos de Lyle O’Reitzel es el de contribuir a
consolidar un mercado para el arte contemporáneo, sobre todo en un país donde
la mayoría de los que pueden comprar una obra de arte, prefieren los tópicos
facilistas de algunos “maestros” o los lugares comunes de la tradición, que no
es lo mismo pero es igual.
“Interplanetary
Kisses”, la exposición que se acaba de inaugurar en la Galería de Lyle
O’Reitzel, pone a Santo Domingo en la órbita de la vanguardia mundial. Las
obras que la suiza Katja Loher y el cubano José Bedia concibieron especialmente
para la muestra, proponen en la capital dominicana un diálogo sobre los problemas
más graves de la cultura y el hombre contemporáneos.
Bedia,
quien permanece en suelo dominicano gran parte del año, traza una serie de
círculos donde se hace viejas preguntas que siguen sin tener respuesta.
Valiéndose del modo de representación preferido de las culturas originarias, el
pintor contrapone los mayores avances tecnológicos con un hecho tan tremendo
como el de detenerse a contemplar la naturaleza.
Katja,
por su lado, acude a la esfera, un elemento desconocido para las culturas en
las que Bedia ha basado su poética. A diferencia del cubano, que se ha
mantenido siendo un pintor tradicional, la suiza se vale de la danza, el video
y las más sofisticadas tecnologías para también cuestionar la relación entre la
humanidad y el universo.
Insisto,
en unos pocos metros cuadrados, en una esquina del corazón de Santo Domingo, se
exhibe una exposición que podría estar ahora mismo en la más exigente galería
de Nueva York, Londres, París o cualquiera de las capitales del arte
contemporáneo.
La
clave para sostener una oferta cultural de extrema vanguardia sin dejarse
derrotar por la autocomplacencia o el asistencialismo (este último, uno de los
males que más amenaza a la creatividad en República Dominicana), está en la
escueta respuesta de Lyle: no tener plan B, convertir su proyecto en un sentido
de vida.
Mientras
muchas galerías insisten en comerciar objetos decorativos (no se le puede
llamar arte a eso) y la mayoría de las instituciones culturales se ahogan en el
activismo y la mediocridad, Lyle prefiere organizar muestras que en verdad
agreguen significados y aporten valor.
Es
así que un solo cuadro de Hulda Guzmán puede ser más valioso para la cultura
dominicana que una millonaria feria de fanfarrias, derroche y politiquería. Es
rentable, es un negocio, pero también es arte sin concesiones.
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