La
locomotora insignia de los Ferrocarriles de Cuba, una bola de hierro ucraniana
con 120 caballos de fuerza, apenas llegó a los 23 años de vida útil. Es decir, menos de la mitad de los que yo alcanzo hoy. Y creo que lo hago con cierta dignidad. Cuando
la revolución cubana celebró su 47 aniversario, ya me parecía una anciana
decrépita, intolerable.
Llego
hasta aquí con unas 15 libras de más, innumerables achaques y el desconcierto
que provoca la certeza de que, dentro de 3 años, tendré medio siglo en las costillas.
Para decirlo de una manera más simple: comienzo a prepararme para asimilar la
vejez sin entrar en pánico.
Eso
no quiere decir que haya decidido empezar a tomar precauciones. Todo lo
contrario. Le temo más a la idea de volverme conservador, que a los dolores en
la espalda. Lo que me asusta es que me de alcance esa chochería que tanto
inutiliza y anula (He visto a grandes contestatarios sucumbir a ella, uso sus
penosos ejemplos para tratar de inmunizarme).
Lo
que me aterra es llegar a la edad de la indulgencia, el conformismo, la
condescendencia, la abulia y la cobardía. Quiero, mientras mi cuerpo aguante,
seguir siendo el guajiro común y corriente que disfruta brindarle salchichas y ron
a la gente que quiere, acaparar buena música y despertar cada mañana junto a Diana
Sarlabous.
Para
mi vejez solo deseo una cosa: que Cuba cambie antes de que yo muera, que la
dictadura que dejó sin futuro a nuestras generaciones por fin sea derrotada. Si
llego a ver eso, les prometo que me convertiré en un hombre nuevo. Tenga la edad
que tenga, el día que eso suceda seré inconmensurablemente joven.
No hay comentarios:
Publicar un comentario