(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
A
finales de los años 90 del siglo pasado, la Feria Internacional del Libro de
Santo Domingo puso a República Dominicana en el mapa de la cultura del continente.
Por décadas el país había sido prácticamente invisible. Era como si su cultura,
al igual que su sempiterno presidente, anduviera a ciegas.
Aunque
se celebraba en uno de los lugares menos adecuados (un antiguo zoológico),
cumplía su rol con eficacia. Fue así que las más importantes casas editoriales
decidieron levantar en ella un campamento. Algunos de los escritores más
relevantes de Iberoamérica fueron testigos del renacimiento cultural de una
ciudad que por perder, una vez perdió hasta el nombre.
Los
retratos que cuelgan en las paredes de sus oficinas, son la prueba de la
relevancia que alcanzó la Feria en esos años: José Saramago, Carlos Fuentes,
Mario Vargas Llosa, Jorge Volpi, Junot Díaz… Prácticamente no faltó nadie, ni de
los “clásicos” ni de las grandes “promesas”.
Pero
al doblar de la esquina, con el fin de siglo y el comienzo del nuevo milenio, a
la Feria —y al mundo— le esperaba uno de los cambios culturales más grandes de
la historia de la humanidad. Primero Internet y después la Web 2.0 y las redes
sociales, viraron al revés todo lo que encontraron a su paso.
De
golpe fue derribado un paradigma que se había construido por siglos. Se acabó
aquello de que unos dicen y otros oyen. De pronto todos tuvieron la
oportunidad, no solo de participar en los diálogos sino de crear y difundir por
ellos mismos sus propios contenidos.
El
libro, cuyo formato había permanecido inalterable desde el siglo XV, quedó en
el mismo ojo del huracán. La prueba de ello es Amazon, la mayor librería del
mundo. En menos de cinco años, las ventas de libros digitales creció en un 70%,
mientras que las de los libros de papel caía en la misma proporción.
Como
era de esperarse, poco a poco la literatura dejó de ser la protagonista de la
Feria Internacional del Libro de Santo Domingo. Fue entonces que algunas
instituciones y “personalidades” comenzaron a competir para ver quién tenía el
ego más grande.
El
hecho de que no tengan libros publicados no importa (las memorias politiqueras,
esos “cantos a sí mismos” que se hacen cada 4 años, no cuentan), lo que vale es
gastar la mayor cantidad de recursos posible en levantar la estructura más
pavorosa que alguien se pueda imaginar.
El
desenfoque no acaba ahí. El primer día del evento publican un enorme vademécum
con el programa de actividades. Casi ninguna de ellas es pensada para un público
determinado. Para asegurar que no quede ni una silla vacía está el Metro. Cada
uno de sus trenes trae a miles de estudiantes que son castigados a hacer
silencio hasta que los oradores concluyan su monólogo.
Por
eso ya no se puede creer ni en el número de visitantes ni en la cantidad de
actividades. El hecho de que los primeros pasaron por las segundas no quiere
decir que participaron en ellas. Lo demás, es expendio de comida, chercha y algarabía.
No
sin antes celebrar un acto inaugural y un acto de despedida, donde se dirán
discursos aún más rimbombantes y optimistas que los del año anterior. En las
calles más estrechas y poco visibles, lejos de lo fastuosos stand que nada
tienen que ver con el libro, están las pequeñas editoriales y los que
protagonizan una heroica resistencia cultural.
Solo por ellos, por sus estantes vacíos, vale la
pena preguntarse para qué sirve hoy una Feria Internacional del Libro. Lo
primero es recordar que no se trata de una exposición comercial ni de un espectáculo
artístico. Lo segundo, que una vez, cuando sus objetivos estaban claros, llegó
a poner al país en el mapa de la cultura del continente.
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