Los viejos de mi pueblo lo sabían todo sobre las tormentas. Muchos de ellos habían aprendido el arte de leer las nubes en su tierra natal, las Islas Canarias. A fin de cuentas habían nacido en una situación geográfica muy parecida, apenas un poco más arriba del Trópico de Cáncer, ese paralelo que pasa por encima de La Habana y luego cruza el Atlántico para acabar de darle la vuelta al mundo.
Cuando todo se nubla hacia el Sur, el aguacero acaba cayendo en La Flora, en Espartaco o en Palmira. Pero cuando el cielo se pone negro en dirección a Cruces, el diluvio es inevitable. Otro elemento clave en el pronóstico del tiempo son las auras tiñosas. Cuando se agrupan y comienzan a volar en círculos alrededor del pueblo, con toda seguridad se avecina un vendaval.
Esta foto fue tomada recientemente por Milaydes Veitía (la nieta de Yuyo el Delegado). Una tormenta amenaza al Paradero de Camarones, pero el agua que con toda seguridad cayó, no fue más que un “barredor de tristezas”. Por lo que me cuenta Milaydes, a eso se reduce la vida en un lugar donde ya todo lo que se dice y se desea está en pasado perfecto. Hasta los aguaceros acaban siendo una razón para no salir de lo ocurrido, para quedarse a vivir en el pretérito.
2 comentarios:
Camilo en la zona rural donde viví hasta los 14 años, Zoila Valdés, hermana de mi padrino Eduardo Valdés, ante una tormenta fea, o rabo de nube, salía con unas tijeras y rezaba mientras hacía cortes al aire, hasta donde recuerdo siempre se alejó cada peligro que ella decía, había que actuar rápido, nunca supe cuánto de suerte o casualidad, pero todos creíamos en ella y se lo agradecimos siempre.
En el Central Mercedes de mi infancia Mireya la de Florentino, nuestra vecina, alejaba tormentas y cortaba rabos de nubes con unas tijeras. Dando tijeretazos al aire rezaba un rosario de improvisadas estrofas mientras daba carreritas por el portal de un lado a otro. Recuerdo aquella tarde de verano en que una columna de nube negra (rabo de nube) se contoneaba en el horizonte sobre la finca Esperanza y Sumidero, haciendo la tarde noche, hasta nuestros oídos llegaba aquel escalofriante aullido de vendaval. Mireya armada con sus tijeras comenzó el ritual en el portal. Según arreciaba la tormenta ella arreciaba sus rezos y sus gesticulaciones. Parapetado tras la seguridad de mi ventana, parado sobre una silla, yo contemplaba aquella escena aterrorizado. La fuerza del viento y el agua creaba una cortina impenetrable entre su casa y la nuestra. Aun así pude divisar la yagua arrancada de la frondosa palma que impacto como un miura a Mireya en el pecho, lanzándola como una marioneta a un costado de la casa sobre la baranda del portal. Mireya recupero el sentido después de ser rescatada por un grupo de vecinos. Lo que no se pudo rescatar jamás fueron las tijeras. Ni falta que hizo.
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