(Tomado de Estación del Norte)
Y, entonces, justo antes de empezar a subir la más larga cuesta del camino, apareció aquel pequeño hombre con un perrito atado de una fina cuerda. Se detuvo para saludarnos como si nos conociera, el perrito se nos abalanzó para que jugáramos con él. Con el movimiento del bastón terminaba las frases.
Sabía de abejas como Bencho Llenera. Hablaba tan rápido como Felipe Cervera. Tenía las manos llenas de callos y tierra como las manos llenas de callos y tierra de Felo el de Carmen, Benigno el de Ada, Manuel el de Edilia, Ramón el de Natividad, Madrazo el de Cuquita…
Pero de todos al que más se parecía era a Carlos Ayala, el pequeño hombre que le prestaba los arados a mi abuelo Aurelio. Le confesamos nuestro temor por la más larga cuesta del camino. Él se limitó a decirnos que la subía y la bajaba todos los días. Me llenó la cabeza de nombres, pero olvidé preguntarle el suyo.
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