Lérida Yero, mi madre, fue una gran lectora de novelas. Desde que tengo memoria, recuerdo un libro en su mesita de noche. También recuerdo a mi abuelo regañándola, porque siempre perdía los marcadores y acababa doblando la esquina de la página donde paraba de leer.
Aurelio, como yo, era obsesivo en el cuidado de los libros y no toleraba el más mínimo maltrato hacia ellos. Un día estuvo a punto de zafarse el cinto porque mi prima Lazarita insistía en doblar el libro hacia atrás cada vez que empezaba a leer la página de la derecha. “¡No lo hagas más!”, fue su ultimátum.
Con Lérida, sin embargo, se dio por vencido. Ella tenía una excusa. La mayoría de las veces, en los trayectos entre el Paradero de Camarones y Cienfuegos, se veía obligada a leer de pie y acababa perdiendo los marcadores. Aunque leía de todo, incluyendo a Tolstoi, Stendhal, Dostoievski, Balzac y Faulkner, su escritora preferida era Agatha Christie.
Siempre que daba con un nuevo caso de Hércules Poirot, dejaba lo que estaba leyendo para irse tras el célebre detective. Ya en su vejez, le gustaba repasar los títulos de los libros que se le quedaron en Cuba. Siempre empezaba por los de Agatha. Aunque se estaba quedando sin memoria, los recordaba todos:
Asesinato en el Nilo, El club de los martes, Diez negritos, El asesinato de Roger Ackroyd, Cinco cerditos, Cita con la muerte, Un puñado de centeno, El misterioso caso de Styles, Muerte en las nubes, El tren de las 4:50, Un triste criprés…
Me di a la tarea de conseguirle algunos y eso la hacía sobreponerse de la tristeza en la que la había sumido su enfermedad. Se frotaba las manos feliz. “Algo bueno tenía que tener esto que me pasa —me dijo el día que le regalé Muerte en el Nilo—. No recuerdo quién es el asesino”.
Ayer me puse a ver un documental sobre Agatha Christie y le perdí el hilo a la narración. La cabeza se me llenó de recuerdos de Lérida Yero, su gran lectora. La volví a ver en la guagua de Cruces a Cienfuegos, aferrada a uno de los tubos con una mano y sosteniendo el libro con la otra.
Leía justo hasta que llegaba al final del viaje. Entonces doblaba la esquina de la página, guardaba el libro en su cartera y descendía al mundo real.
1 comentario:
Nuestros padres nos transmiten todo. No se si en los genes o por imitación. De mi padre aprendí el hábito de leer.Aun recuerdo cuando me regaló su preciada colección de libros de Julio Verne, y ya no paré de leer de todo. Una pena que no heredé sus genes de escritor de novelas de humor con ciencia ficción, pero me las leía todas y en algunas hay mi aportación. Alli donde estás, querido Pipo, gracias siempre por tus libros,por tu educación y por darme vida.
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