Aunque viví toda mi infancia en un pequeño pueblo rodeado de ingenios azucareros, nunca había visto uno por dentro. Por eso, a finales de los años 80, le pedí a un amigo de la familia (que en ese entonces era dirigente en Espartaco) que me permitiera conocer al central por dentro, en plena zafra.
Fue un largo y minucioso recorrido, empezamos por el basculador y acabamos en el lugar donde ser cargaban las tolvas de azúcar. Disfruté todo, desde el calor sofocante que provocaban los chorros de vapor, hasta el estruendo de las máquinas y las voces de los obreros que se escuchaban siempre como un lejano eco.
Al final abandonamos el edificio principal y caminamos hasta el taller de locomotoras. Allí estaban las máquinas que tanto había visto pasar por el cruzamiento de San Fernando y por el puente sobre el río Caunao. Una permanecía con el vientre apagado, en espera de que le donaran un órgano que nunca llegó.
Pero las otras dos respiraban agitadas, ya listas para salir en dirección a Paso del Medio y Manaquitas. Tuve una larga conversación con uno de los maquinistas. Le prometí que volvería para hacer el recorrido hasta el último centro de acopio. “Ese día serás el fogonero”, me prometió.
No tuve tiempo de hacerlo. El Espartaco, que antes se llamó Homiguero y había sido por más de un siglo el reloj de las zafras cienfuegueras, fue paralizado, primero, y demolido, después. En 2011, cuando volví con Diana a Cuba, me reencontré con las locomotoras. Permanecían expuestas a la sal del abandono en Cienfuegos.
Sigo arrepentido de no haber hecho ese viaje. Nadie lo ha dicho de una manera más clara que Joaquín Sabina: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Hoy di con esta foto en Facebook. Ella es todo lo que queda de un lugar que fue borrado de la faz de la tierra.
Puedo oír la respiración agitada de esas máquinas, las veo hacer equilibrio en el cruce sobre el Caunao, el olor de su humareda aún va conmigo. Al menos dentro de mi cabeza, todavía hacen zafra.
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