Mis amigos en México, en los desiertos de California y al norte de todo eso se retrataron con espejuelos de cartón. Todos miraban al cielo como si esperaran alguna protección de él. A cada una de sus fotos le puse que me gustaba. Y era cierto. Me alegraba que tuvieran la oportunidad de ver a un astro atravesándose en el camino del otro.
Recuerdo los eclipses de mi infancia, los vi a través de un fondo de botella (preferiblemente verde). Si busco las fechas de los eclipses de los años 70 y 80, podría decir dónde me encontraba en ese momento. Paradero de Camarones, El Nicho, Manicaragua, El Guanal, La Habana, el Paradero de Camarones otra vez (no tenía tanta capacidad de movimiento en aquellos años).
Hoy, ya próximo a cumplir los 60, estaba muy pendiente del eclipse. Las personas mayores solemos tomarnos con más solemnidad de la cuenta esos eventos. Pero resulta que en la Cordillera Central dominicana no paró de llover y la Loma de Thoreau fue tomada por la neblina. No pude ver el eclipse, pero vi un día espléndido dominado por los aguaceros y la escasa visibilidad.
Nada eclipsó a la lluvia y a la neblina en mi mundo y no precisé de unos espejuelos de cartón ni de un fondo de botella para verlo. La felicidad se ve a simple vista.
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