23 enero 2024

A Carlos Pérez Peña


Nunca se lo he dicho, pero estudié teatro por su culpa. A mediados de los años 70, en una de las vacaciones que me tocaban con mi padre, conocí La Macagua. Él vivía en Manicaragua y se había hecho amigo de Sergio Corrieri, con quien solía irse de pesquerías al puerto de Casilda y al lago Hanabanilla.
Un día, como no tenía con quien dejarme, me llevó hasta el campamento del Grupo de Teatro Escambray. Tota, la madre de Sergio (muchos años después supe que se llamaba Gilda Hernández), se encargó de cuidarme. Me hizo un enorme bistec empanizado y se sentó a fumar frente a mí hasta que lo terminé.
Era un fin de semana y no había casi nadie en el campamento. Desde una nave que estaba en el centro de todo, se escucharon unos gritos. Me asomé por una de las persianas. Un hombre se movía en círculos y decía cosas incompresibles. No entendía nada, pero tampoco podía dejar de mirar.
Tiempo después, cuando el Grupo se presentó en mi escuela, supe su nombre completo: Carlos Pérez Peña. Al bajar del escenario me reconoció. Cuando me llamó por mi nombre delante de todos y me abrazó, me sentí el estudiante más importante de toda la enseñanza media en Cuba.
De pequeño quería ser ferroviario. Pero después de ver a aquel hombre moviéndose en círculos y diciendo cosas incompresibles, algo me cambió para siempre. Desde entonces vivo en dos mundos: el real y otro en el que doy vueltas dentro de mí hasta dar con lo que quiero decir.
Hoy Raúl Martín puso en sus manos un ejemplar de Atlántida que le envié. Es la mejor manera que tengo de agradecerle lo que hizo por mí. Puedo reconstruir la escena detalle a detalle, a pesar de que la única luz que la alumbraba era la que entraba por las ranuras de las persianas. 
En una de ellas estaba yo. Con pantalones cortos y parado de puntillas, lleno de asombro, con una rara emoción que me dura hasta hoy. Gracias otra vez, Carlos Pérez Peña, por haberme iniciado en el misterio de la creación.

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