A la salida del pueblo de Jarabacoa, cerca del río Yaque del Norte, están desarrollando un proyecto inmobiliario. Para poder trazar los solares y las calles, han tenido que remover enormes rocas. Gracias a eso, hemos podido hacer un jardín de piedras cibaeñas en la Loma de Thoreau.
Nino, un amigo tractorista de Pinar Quemado (Diana sigue sin entender por qué soy tan poco sociable en la ciudad y hago tantas amistades en el campo), me las ha ido subiendo una a una. Cada vez que la Loma de Thoreau le hace camino, me avisa: “¡Voy loma arriba con un peñasco!”.
Ayer, para aprovechar un viaje con la retroexcavadora, cargó con dos enormes rocas. Al llegar a la última pendiente, la piedra que iba en la pala delantera se le fue y rodó loma abajo. Como ya había visto tantas veces esa escena en Indiana Jones, me produjo un ataque de risa.
El tractorista permaneció con las manos en la cabeza hasta que la roca por fin se detuvo. Todavía estaba pálido cuando logró recuperarla. “Don Camilo —me dijo cuando por fin pudo hablar—, esta locura no la podemos volvei a hacei”. Celebramos con un Brugal Extra Viejo una vez que las dejamos en su lugar.
Ya había oscurecido y me quedé un largo rato disfrutando del nuevo paisaje que acabábamos de crear Nino, Alito y yo. Ahora la Loma de Thoreau me recuerda cada vez más a El Nicho, el lugar del Escambray donde me convertí a la religión de las montañas.
Cuando ya se iba, Nino me preguntó por qué me gustaban tanto esas rocas enormes. “Son mis piedras de toque”, le dije. “Ombe —dijo mientras se tragaba el último Brugal y ponía en marcha la retroexcavadora—, e’ veidá que al jaidín le viene bien el toque de las piedras”.
El momento en que Nino recuperaba la piedra que rodó loma abajo, como en Indiana Jones. |
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