Diana Sarlabous dice que siempre me estuvo buscando. Pero que como soy tan entretenido, nunca me daba cuenta. Lo cierto es que nacimos en la misma Cuba, con solo unos meses de diferencia. Aunque a ella se la llevaron al exilio a los cinco años, volvimos a coincidir en cuanto pudimos.
18 junio 2021
Felicidades, Cucha
Diana Sarlabous dice que siempre me estuvo buscando. Pero que como soy tan entretenido, nunca me daba cuenta. Lo cierto es que nacimos en la misma Cuba, con solo unos meses de diferencia. Aunque a ella se la llevaron al exilio a los cinco años, volvimos a coincidir en cuanto pudimos.
16 junio 2021
El polvo del Sahara
El polvo del Sahara lo ha cubierto todo. Los colores de los atardeceres en la Loma de Thoreau han sido borrados por un gris constante y denso. Los muebles de la terraza están cubiertos por una capa de arena y el aire a veces se vuelve irrespirable.
Pero si en alguien confío ciegamente es en la Madre Naturaleza. Respeto cada uno de sus fenómenos y he aprendido a disfrutar esas experiencias. Nuestra tierra será más fértil después de esa nube que cruzó más de cinco mil kilómetros de agua para llegar hasta nosotros.
Según los científicos, estos pesados cielos también contribuyen a evitar huracanes y benefician la flora marina. Nada de eso me ayuda en este instante en que quito granos de arena de mi teclado. Pero Diana Sarlabous me ha enseñado a que no basta con vivir el ahora, que tarde o temprano acabaremos despertándonos mañana.
Con un Brugal entre las manos y muy cerca de un libro de Mark Strand, saludo el incómodo fenómeno. Estoy preparado para ver aparecer, como en los cuadros de Salvador Dalí, una caravana de camellos.
15 junio 2021
La penda del Mello
El Mello Rodríguez es un hombre de montaña. Como Bárnabo, el personaje de Dino Buzzati, ni siquiera reconoce la existencia del llano. Siempre que puedo, me paso un rato conversando con él. Aunque es de poquísimas palabras, cada cosa que dice tiene una gran sabiduría adentro.
12 junio 2021
La libertad de los dominicanos
República Dominicana está vacunando a toda su población desde hace meses de manera gratuita y voluntaria. Hoy comenzó la vacunación de los niños, adolescentes y jóvenes. Universidades, supermercados, instalaciones deportivas y hasta ministerios se han convertido en centros de vacunación que reciben, incluso, a los indocumentados.
10 junio 2021
El Septeto Regajero
El Septeto Ragajero es la única agrupación musical que ha tenido el Paradero de Camarones desde su fundación, el 10 de julio de 1852, hasta hoy. Solo se presentó en casa de Juan Monzoña, su director, pero durante años fue la gran animación de un pueblo que apenas le podía decir adiós a la guagua de la orquesta Aragón.
Eran la época de oro CMHK Casa Virgilio, la emisora de Cruces, y todos los días la larga máquina de la Aragón iba y volvía de su programa exclusivo. Muchos aprovechaban esos segundos para pedirles su número favorito. Nadie recuerda que alguna vez fueran complacidos, pero eso nunca impidió que les siguieran guitando.
Cuando la Aragón regresaba para Cienfuegos y ya no había nada que oír en la radio, el Septeto Regajero comenzaba a tocar. Cebollón, con una marímbula entre las piernas, marcaba el ritmo de sones y trovas que eran grandes éxitos del momento. Más de una vez la guardia rural acabó aquel alboroto a plan de machete.
En realidad siempre fueron cuatro, como los Tres Mosqueteros: Juan Monzoña y su hijo Ciro, Cebollón y Raimundo Galván. Muy pocas veces lograron ser siete, de ahí el nombre de Regajero. La formación se completaba con los músicos que aparecieran o, en su lugar, alguien que más o menos fuera capaz de seguirles el ritmo.
Las casas de los Monzoña se comunicaban a través de un largo portal y en él se apostaban los bailadores. Allí se sentó por años la vieja Dolores, que era la viuda de Juan. A la hora que fuera, se le podía encontrar balanceándose. Seguía el compás del silencio que había dejado el Septeto Regajero en un lugar que ni antes ni después tuvo un músico más.
El arreglador
Efraín Monzoña era el que arreglaba todo en el Paradero de Camarones. En el patio de su casa tenía un pequeño taller y a su alrededor había montañas de cacharros de todas las épocas, donde él escarbaba para encontrar una pieza que le sirviera para componer algo que todavía tenía remedio.
02 junio 2021
Mi profesora de Historia del Teatro
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Bárbara Rivero con su hija, en los años en que fue mi profesora. |
01 junio 2021
Luzbel Cabrera
La última vez que volví al Paradero de Camarones, Luzbel Cabrera ya no estaba ahí. Todo seguía en su sitio: el garaje, el silbido del compresor, la puerta de la casa siempre entreabierta, el portal, el columpio… Pero sin él, esa constelación había perdido su forma celeste.
Luzbel era el dueño del garaje y, después que se lo expropiaron, se quedó trabajando en él. Desde su posición, en una de las cuatro esquinas del pueblo, dominaba todo. Aprobaba con una sonrisa o desaprobaba con cara de pocos amigos cada suceso que se producía a su alrededor.
Su vieja amistad con mis abuelos me convirtió en heredero de su cariño. No olvido su risa cuando me vio salir del cine con mi primera “novia”. “¡Camilito, pero como has crecido!”, me dijo para celebrar el acontecimiento. “Lo mismo que te dijo Chena —protestó mi “novia”—. Ellos se creen que soy una ladrona de cuna”.
La primera vez que nos tocó ir a la Tatagua (el Campamento de Pioneros de Las Villas) se me fue el autobús. Tenía 7 años y empecé a llorar de la frustración. Luzbel sacó su impecable Chevrolet y me dijo que subiera. Alcanzamos a la guagua en Potrerillo. Él mismo, feliz, me subió la maleta de madera.
Cuando por fin pude tener una bicicleta, empecé a explorar todos los callejones y guardarrayas que llegaban del Paradero de Camarones hasta Malezas, Mal Tiempo, Paso del Medio, Arriete… Eso me hacía volver una y otra vez a casa de Luzbel a coger ponches. Nunca me quiso cobrar.
—Yo no puedo cobrarle a un nieto de Aurelio y Atlántida —me decía.
Un día le dejé los dos pesos encima de su mesa de trabajo. Me estuvo vigilando una semana hasta que por fin me sorprendió en la parada de Cruces. “¡No vuelvas a hacer eso!”, me dijo, mientras hundía su mano en mi bolsillo. Un día, ya aquí en Santo Domingo, encontré a mi madre con los ojos llorosos.
—Se murió Luzbel —me dijo y ninguno de los dos dijo nada más. Un largo fue silencio fue nuestro tributo.
La última vez que volví al Paradero de Camarones, Aracelia, su esposa, salió por la puerta siempre entreabierta a saludarme. Los besos de Aracelia conllevaban un abrazo muy apretado y esa vez me dejó sin aire. En un momento ella se dio cuenta de que yo estaba mirando hacia la baranda del portal que da para el garaje.
—Él siempre se sentaba ahí —me dijo—. ¿Te acuerdas?
Tampoco dijimos nada más. Para romper el largo silencio, comenté que todo estaba igualito. “¡Qué va! —protestó Aracelia—. En esta casa llueve más adentro que afuera… Ya nada es igual, Camilito”. Tenía razón. Aunque todo parecía estar en su sitio, en realidad era una constelación que había perdido su forma celeste.