23 abril 2021

Orlando González Yero


El recuerdo más viejo que tengo de él fue una noche de frío. Tocaron a la puerta tarde en la noche. Aurelio y yo veíamos la televisión con Atlántida rendida en un sillón entre nosotros. Seguramente mi abuelo empezó a quitarse la manta con la que se abrigaba en esos meses y preguntó quién era.

—Soy yo, Orlando —oímos que dijo alguien desde el andén.

—¡Lando! —gritó Aurelio mientras mi abuela se despertaba de un salto.

El hijo mayor de Ía (hermana de mi abuelo) y Polín entonces trabajaba en el Minaz (Ministerio del Azúcar) y aprovechó un recorrido por los centrales de la zona para saludar a su hermano Leopoldo y a su querido tío. No recuerdo nada más de aquella visita, pero seguro que fue como todas las otras. 

Después de los abrazos y los besos, hablaron de la zafra, del ferrocarril, de la familia y de “la cosa” (que en Cuba quiere decir la situación del país). Luego lo recuerdo en el hospital Cardiovascular de La Habana, esperando junto a todos nosotros un milagro que salvara a mi tía Titita.

Era alto y usaba una boina, con seguridad más de una vez alguien lo confundió con el poeta Roberto Fernández Retamar. Un día, ya en los 90, mi tía Cary llegó perpleja a la casa. “Orlando se fue”, dijo. Cuando mi madre ya vivía conmigo en Santo Domingo, él solía llamarla casi todas las semanas.

—¡Muchachita! —le oía decir.

—¡Lando! —Respondía mi madre.

Estudió en la Escuela de Comercio de Cienfuegos y llegó a ocupar importantes puestos en los ministerios del Azúcar y la Pesca. Cuando Cuba perdió cada salida al futuro, se marchó al exilio. “Todos nos equivocamos y todos desperdiciamos nuestras vidas”, me dijo un día en casa de su hermano Aramís, en Miami.

Los Yero éramos una familia muy unida. Incluso Orlando, que vivió en La Habana desde muy joven, siempre encontraba la manera de volver al Paradero de Camarones para estar con los suyos. La última vez que nos vimos, me dijo que quería escribir la historia de su vida.

—Ya la memoria me falla —me dijo con tristeza.

Siempre se las ingeniaba para encontrar la palabra exacta y se expresaba con una elegancia que también se fue de Cuba. Murió en Jacksonville, junto a su esposa y sus hijos. Cada vez que nos encontrábamos me hacía muchísimas historias de la familia y del Paradero de Camarones. Verlo era, de alguna manera, volver.

—Mis nietos están creciendo como hombres y mujeres libres, eso lo compensa todo —solía decir cuando se ponía demasiado nostálgico.

Murió con esa alegría por encima de todas sus tristezas.


Mi último encuentro con Orlando. De izquierda a derecha, Aramís
y su esposa Miriam, yo, Orlando y su esposa Orlaida.

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