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El reencuentro con Bladimir y Sigfredo Ariel, después de 10 años sin vernos. No sabíamos que era la última vez que nos abrazaríamos. La Habana, septiembre de 2011. |
30 abril 2021
Gracias, compay
29 abril 2021
El artista eres tú
28 abril 2021
Un fósil que vivirá con nosotros a partir de hoy
Ayer bajé al pueblo a resolver varias cosas en la ferretería. Siempre voy por el camino más largo, que es el más lindo. Va paralelo al Yaque del Norte y solo se separa de él para darle espacio a pequeños potreros con cercas de bienvestido que me recuerdan demasiado a las carreteras de mi provincia y al Paradero de Camarones.
23 abril 2021
Orlando González Yero
El recuerdo más viejo que tengo de él fue una noche de frío. Tocaron a la puerta tarde en la noche. Aurelio y yo veíamos la televisión con Atlántida rendida en un sillón entre nosotros. Seguramente mi abuelo empezó a quitarse la manta con la que se abrigaba en esos meses y preguntó quién era.
—Soy yo, Orlando —oímos que dijo alguien desde el andén.
—¡Lando! —gritó Aurelio mientras mi abuela se despertaba de un salto.
El hijo mayor de Ía (hermana de mi abuelo) y Polín entonces trabajaba en el Minaz (Ministerio del Azúcar) y aprovechó un recorrido por los centrales de la zona para saludar a su hermano Leopoldo y a su querido tío. No recuerdo nada más de aquella visita, pero seguro que fue como todas las otras.
Después de los abrazos y los besos, hablaron de la zafra, del ferrocarril, de la familia y de “la cosa” (que en Cuba quiere decir la situación del país). Luego lo recuerdo en el hospital Cardiovascular de La Habana, esperando junto a todos nosotros un milagro que salvara a mi tía Titita.
Era alto y usaba una boina, con seguridad más de una vez alguien lo confundió con el poeta Roberto Fernández Retamar. Un día, ya en los 90, mi tía Cary llegó perpleja a la casa. “Orlando se fue”, dijo. Cuando mi madre ya vivía conmigo en Santo Domingo, él solía llamarla casi todas las semanas.
—¡Muchachita! —le oía decir.
—¡Lando! —Respondía mi madre.
Estudió en la Escuela de Comercio de Cienfuegos y llegó a ocupar importantes puestos en los ministerios del Azúcar y la Pesca. Cuando Cuba perdió cada salida al futuro, se marchó al exilio. “Todos nos equivocamos y todos desperdiciamos nuestras vidas”, me dijo un día en casa de su hermano Aramís, en Miami.
Los Yero éramos una familia muy unida. Incluso Orlando, que vivió en La Habana desde muy joven, siempre encontraba la manera de volver al Paradero de Camarones para estar con los suyos. La última vez que nos vimos, me dijo que quería escribir la historia de su vida.
—Ya la memoria me falla —me dijo con tristeza.
Siempre se las ingeniaba para encontrar la palabra exacta y se expresaba con una elegancia que también se fue de Cuba. Murió en Jacksonville, junto a su esposa y sus hijos. Cada vez que nos encontrábamos me hacía muchísimas historias de la familia y del Paradero de Camarones. Verlo era, de alguna manera, volver.
—Mis nietos están creciendo como hombres y mujeres libres, eso lo compensa todo —solía decir cuando se ponía demasiado nostálgico.
Murió con esa alegría por encima de todas sus tristezas.
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Mi último encuentro con Orlando. De izquierda a derecha, Aramís y su esposa Miriam, yo, Orlando y su esposa Orlaida. |
Hace 10 años que dejé de escapar
Hace 10 años que me rendí a su belleza y su autoridad. Desde entonces no me puedo separar ni de su olor. Todas las madrugadas a las cinco, cuando suenan su teléfono y el mío, nuestros pies se buscan y se dan los buenos días. Poco después lo hacemos nosotros. A partir de ahí, lo compartimos todo.
20 abril 2021
Manos de sembrador
Las manos de mi padre eran grandes y callosas. Su pasión por la pesca y el campo le dieron tanta fuerza en los dedos y las muñecas, que solía prescindir de herramientas para hacer sus avíos y de guantes para sacar interminables palangres de la costa sur de Las Villas.
17 abril 2021
Zonas congeladas
En Cuba, los más altos dirigentes de la dictadura viven en “zonas congeladas”. Eso quiere decir que sus vecinos son sometidos a vigilancias y controles aún más estrictos que el resto de los ciudadanos del país. Nadie puede entrar o salir de esas calles protegidas por soldados fuertemente armados.
Ninguno vive en barrios obreros. Desde Fidel Castro hasta Miguel Díaz-Canel, se apropiaron de las casas de la antigua burguesía cubana en las más exclusivas urbanizaciones y las convirtieron en castillos medievales, protegidos por un alto muro del empobrecido feudo.
El comunista Pablo Iglesias, ya conocido como el Marqués de Galapagar, ha convertido a su vecindario en una zona congelada. En su discurso, sin embargo, ha reducido a Madrid a dos puntos cardinales: sur y norte. Como candidato, le pide al sur que lo apoye a desvalijar el norte.
Iglesias vivió en el sur hasta que empezó a vivir de la política. Desde entonces, se ha mantenido fiel a su discurso contra los ricos, la casta y las cloacas del estado. Pero no pudo ser consecuente. Al final él y su mujer, Irene Montero, otra radical comunista, no resistieron la tentación de mudarse al norte.
Viven en un chalet con piscina, niñeras y hasta cuidadores de perros. Sus vecinos ahora han sido sometidos a constantes vigilancias y controles. Desde una garita, los guardias que cuidan a Iglesias les piden documentos y explicaciones sobre sus movimientos y visitas.
Así empiezan todos, congelando la zona donde viven. Luego, cuando logran el poder absoluto, congelan al resto de país. Lo convierten en un páramo atrapado en el tiempo, que llama la atención de turistas que padecen de una extraña necrofilia: visitar sociedades muertas con ciudades detenidas en el tiempo.
Eso será Madrid si un día, como La Habana, llega a creerse el cuento de que solo hay dos puntos cardinales. “Con el sur todo, contra el sur nada”, acabarán escuchando cuando ya se les haga demasiado tarde. Mientras tanto, en Galapagar, un alto muro protegerá a los marqueses de su empobrecido feudo.
13 abril 2021
Husos Horarios
10 abril 2021
Veloz, Marcio, siempre me sentaré a tu lado
Tengo la enorme fortuna de haber compartido comedores obreros con grandes intelectuales. En Cuba, arrimé mi bandeja de aluminio a las de escritores que siempre voy a querer y admirar. Mis empleos en el Caimán Barbudo, La Gaceta de Cuba y Casa de las América me lo permitieron.
Durante los años que laboré en el Centro León, comí muchas veces junto a Marcio Veloz Maggiolo. Al mediodía, después que los tabaqueros de La Aurora oían La Tremenda Corte en la radio, Juan Miguel Pérez, Pedro José Vega y yo solíamos sentarnos junto a ellos a comer. Muchas veces don Marcio nos acompañaba.
La comida era deliciosa, pero la sobremesa mucho mejor. En ellas fue que supe de la amistad de Marcio con Carpentier y Onelio Jorge Cardoso. Conocí una Cuba que no dejaba de sorprenderme y, sobre todo, fui descubriendo esencias de la cultura popular dominicana que aún desconocía.
Al principio me pareció un tipo pesado. Después descubrí que reservaba su bondad, su sencillez y su mordaz sentido del humor para los que lo merecían. Aunque sabía que era, probablemente, el más importante escritor dominicano vivo, se comportaba como cualquier mortal.
Eso le permitía compartir secretos invaluables como el de La Miniatura, el lugar donde venden el mejor queso de hoja de Bonao, o el de esas butifarras cibaeñas que ya solo se pueden encontrar en una intrincada calle de Santiago. “¡Ah, qué maravilla!”, decía con los dedos llenos de grasa.
Un día me llevó un texto que acababa de escribir para una exposición. “No tuve tiempo de revisarlo —me dijo—, hazle todos los cambios que creas”. En verdad era una página impoluta, solo adapté alguna que otra idea al propósito de la muestra. Lo llamé para decirle. “Imprímelo”, fue su respuesta.
09 abril 2021
El olor de Siberia
02 abril 2021
No se puede tapar el sol con una bandera
El castrismo está en su fase terminal, casi nadie tiene dudas de ello. Eso no quiere decir que pueda acabar hoy, mañana o la semana que viene. Pudiera tardar años en caer. Su maquinaria represiva, la única institución que aún le funciona, está ahí para garantizarlo. Se trata de un Estado que solo es capaz de proveer terror.
Por eso le dan más importancia a los símbolos que a la gente. Ni al más despiadado tirano se le hubiera ocurrido aplicar medidas de choque en medio de una situación tan desesperante como la pandemia. El régimen cubano, en cambio, se siente tan seguro de su capacidad de reprimir, que se lanzó a “ordenar el ordenamiento”.
Las elecciones en Estados Unidos eran su luz al final del túnel. Confiaban en que una victoria de Joe Biden devolvería las cosas al punto donde Obama las había dejado. Pero la nueva administración de Washington no parece dispuesta a ceder ni a cometer los mismos errores.
Esa puede ser la explicación de que el castrismo se decidieran a reaccionar y levantar una horrorosa bandera de concreto en el Malecón, frente a la embajada de Estados Unidos. En esa misma avenida, un ícono de la ciudad, se suceden los edificios en ruinas. Todo el cemento derrochado ahí hubiera significado un gran alivio para muchas familias que están a punto de perder su techo.
Pero advertimos que al régimen le importan más los símbolos que la gente. Aunque es incapaz de gestionar nada con éxito, todavía conserva intacto su talento para erigir los más horrorosos monumentos y para mancillar la belleza de La Habana. ¿Alguien pudiera explicarles que no se puede tapar el sol con una bandera?