Cuando
estábamos construyendo la cabaña en la Loma de Thoreau, subíamos todos los
sábados para ver el progreso de la obra. En uno de esos viajes, cuando aún
faltaban unos dos meses para que pudiéramos mudarnos, descubrimos que una rata
ya se había instalado en la cocina.
Lo
primero que se me ocurrió fue bajar al pueblo para comprar una trampa. Diana,
en cambio, pensó en un gato. La idea de la trampa era mucho más sencilla. Un
buen pedazo de queso, con toda seguridad, sería irresistible. El gato, en
cambio, necesitaba de alguien que se ocupara de él de lunes a viernes.
Nos
estacionamos a medio camino entre la ferretería y Animal Planet, la tienda de
mascotas de Jarabacoa. Fui por mi trampa, mientras Diana y María fueron a conseguir
un gato. Compré una de esas que son tipo jaula y que te convierten en verdugo,
porque debes ahogar a la rata una vez que es atrapada.
Cuando
vi que María venía dando saltos de alegría, supe que se habían salido con la
suya. Esa misma noche atrapé a la rata con la trampa y tuve que dejar a
Barbieri (así le pusimos) encerrado en la que luego sería nuestra habitación.
Ambos animales eran casi del mismo tamaño.
Han
pasado cinco meses desde entonces. La trampa, ya oxidada, está donde guardamos
los trastos que probablemente nunca más usaremos. No hemos visto a Barbieri
cazar algo que no sean lagartijas, grillos y pequeños insectos, pero, en honor
a la verdad, no hemos vuelto a ver un ratón.
Si
salgo a caminar por el bosque, Barbieri me sigue de cerca como si fuera un
perro. Si escribo, se echa a mi lado. Si leo, se me acuesta encima. A veces,
mientras le acaricio la panza, le doy las gracias a la rata que ofrendó su vida
para que nos encontráramos.
Al
final, gracias a Diana y María, yo también he caído en una trampa. No tengo un
gato, él me tiene a mí.
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