Diana
y yo vemos una película todas las noches con María. Le llamamos “Cine familiar”.
Es la manera que hemos encontrado para que ella también viva una experiencia
que fue muy importante para nosotros. Muchos de nuestros recuerdos más queridos
ocurrieron en aquellos largos días del siglo pasado en los que toda la familia acababa
reunida frente a una pantalla.
Gracias
a eso, he vuelto a encontrarme con muchas películas que hicieron de mi infancia
un lugar único. Nuestra costumbre también me ha hecho recordar aquellas noches en
que mis padres o mis abuelos me llevaban al cine y, cuando llegaba el momento
de salir a la calle, me ponían un pañuelo en la boca.
Daba
lo mismo que estuviéramos en el cine La Yaya de Manicaragua, en el Luisa de
Cienfuegos o en el Justo del Paradero de Camarones. Nunca logré escaparme de
aquella condición. “¡No te destapes la boca! —Me decía siempre mi abuela Atlántida—.
¡Hace mucha frialdad y puedes coger un aire!”
Anoche
vimos Colmillo Blanco. María lloró frente
a las mismas escenas que yo cuando tenía su edad. Al final le hablé de Jack
London, de su literatura de lo salvaje y de sus protestas contra la “humanización”
de los animales. Cuando le dije que era uno de mis escritores preferidos,
sonrió con picardía.
—Se
nota—me dijo—, Jarabacoa es tu Alaska.
Entonces
apagamos el televisor y nos fuimos a dormir. Camino del sueño, le tapé la boca
con un pañuelo.
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