27 septiembre 2016

Juventud sin vejez

Apenas recuerdo la historia. lo único que retengo es que el príncipe no envejecía y que la muchacha… a la muchacha la recuerdo perfectamente. Era rubia y cerraba los ojos lentamente, como si quisiera que todos estuviéramos pendientes del movimiento de sus párpados.
Mi infancia y mi adolescencia en el Paradero de Camarones quedan muy lejos de iTunes y de Netflix, incluso de la televisión por cable. En la Cuba donde nací y crecí solo había dos canales que transmitían de 6 de la tarde a 12 de la noche. Los televisores eran en blanco y negro; la programación gris, muy gris.
Esa es una de las razones por la que tenía tanta importancia la matiné del Cine Justo, que era los domingos a las 10 de la mañana. Por apenas 20 centavos (hace poco el Chiqui me confesó que Chena dejaba pasar a los que no los tenían), nos sentábamos a ver personas en colores viviendo vidas extraordinarias.
Gracias a esa matiné tuve mi primera novia, di mi primer beso y —es justo reconocerlo— sufrí un dolor muy fuerte en medio del pecho que luego, gracias a poetas y trovadores, supe que se llamaba amor. Pero mucho antes de eso, estuvo Juventud sin vejez, una película que vi incontables veces.
Ayer, buscando en Internet obras de Eduardo Muñoz Bachs, di con su cartel, que fue realizado por Ñico (otro de los maestros de la gráfica cubana) en 1972. Todos los detalles que tengo de la película son los que aparecen en el afiche. Gracias a él, ahora sé que la rubia se llama Carmen Stanescu.
Miro los dos cometas, las montañas y la corona amarilla. Me quedo por un rato con la vista fija en los estrictos contrastes de la imagen y acabo perdido en el recuerdo del niño que fui. Con toda seguridad llevaba una camisa de guinga, pantalones cortos y una moñita que se mantenía en su sitio gracias a la brillantina.
1972, reza el cartel.  Lo que les cuento debió ocurrir cuatro o cinco años después. Éramos pobres, felices y, sobre todo, niños sin vejez. La felicidad en aquella época solo necesitaba que una muchacha cerrara los ojos lentamente, para que nos mantuviera pendientes del movimiento de sus párpados.

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