Una noche, como muchísimas otras, mi abuelo me llevó al Cine Justo del Paradero de Camarones. Pasaban una alemana. Poco a poco nos fuimos quedando solos. Más o menos por la mitad de la película, Efraín, el proyeccionista, se asomó por el hueco de su cabina.
—¡Hilo! (así le llamaban sus allegados) —gritó—. ¿De verdad la quieres ver hasta el final?.
—¡Shhhhh...! —fue lo único que respondió mi abuelo.
Yo, en honor a la verdad, entendí muy poco. Luego, mientras volvíamos a casa alumbrados por su farol de Jefe de Estación, él me la contó a su manera. Ese era todo el recuerdo que tenía de El enigma de Kaspar Hauser hasta hoy, que volví a verla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario