Escribí este texto hace 6 años, para una revista con la que colaboré como firma invitada. Lo comparto
en El Fogonero para celebrar el 40
aniversario de Brugal Extra Viejo, el ron con el que todas las tardes del mundo
brindo con los míos.
Mi padre tenía un peligroso arte para abrir las
botellas de ron. Hablo de la época en que aún se les ponía corcho y de una Cuba
que ya se me está borrando para convertirse, cada vez más, en
imprecisa nostalgia. Cuando caía la tarde, él iba a la bodega y regresaba con
una “piquilarga” dentro de un cartucho, debajo del brazo.
Con la mano izquierda, agarraba la botella por el cuello
y la levantaba bien alto. Luego, con la derecha, le daba un puñetazo por el
fondo que hacía saltar al corcho. Era un golpe tan seco, que el cristal sonaba
a madera. ¡Trac!. Acto seguido, rociaba el suelo con el primer trago.
No era un hombre religioso ni tenía supersticiones,
pero también era incapaz de beberse una botella de ron sin antes cederle el
primer trago a los seres invisibles que le rodeaban. Esa vieja tradición cubana
proviene de ancestrales ritos africanos.
Cuando a los esclavos se les daba ron en los
barracones, para que tuvieran más ánimo en los cortes de caña, ellos también
dejaban caer al suelo el primer sorbo. En ese instante, me imagino, solo
pensaban en sus dioses, en sus antepasados y en su madre tierra, que había
quedado del otro lado de un océano que nunca vieron en el barco negrero.
Poco a poco el rito de conceder el primer trago de
ron contagió también a los amos y se arraigó tanto en la sociedad que aún
permanece vivo. Por más escaso que sea, por poco que haya, lo primero que sale
de la botella es una ofrenda innegociable.
Unos la dedican a sus santos, otros a sus
familiares muertos y no faltan los que piden que se haga realidad el más
inalcanzable de sus sueños. Yo, por ejemplo, se lo dedico siempre a tres de mis
muertos más queridos: mi abuelo Aurelio Yero, mi padre Serafín Venegas y mi tío
Aldo Yero.
Si por algún accidente, se derrama un vaso lleno de
ron o la botella cae al suelo y se rompe, nadie puede lamentarlo. “Ellos tenían
sed”, advierte alguien. Esa obligada frase se convierte a su vez en un consuelo
unánime, que cada quien por separado le dedica a los suyos.
El ron no es solo uno de los placeres más rotundos
que los caribeños le regalaron al mundo, es también el epicentro de expresiones
culturales muy diversas que alrededor de él se manifiestan y consagran. En
1999, fui invitado a participar en el Festival Cálido Invierno de Puerto Plata.
Era mi segundo viaje a República Dominicana y,
aunque ya me había enamorado de este país (gracias a Mirtha Olivares y Freddy
Ginebra, que en mi viaje anterior me lo habían descubierto), ni sospechaba que
acabaría viviendo en él. Hice el vuelo acompañado por el escritor cubano Arturo
Arango.
Freddy nos esperó en el aeropuerto y, después de
una escala obligada en su restaurante preferido de la ciudad, nos llevó a la
estación de Metro para que tomáramos el autobús hacia la Novia del Atlántico.
Cuando ya nos despedíamos, fue hasta el baúl de su vehículo y sacó dos bolsas.
—Como no estoy seguro de cuál es el ron de la casa
en el resort donde se hospedarán, aquí tienen dos botellas de Brugal Extra
Viejo para cada uno —nos dijo.
Arturo tomó las suyas y se subió al autobús.
Mientras yo me despedía con los abrazos de rigor, el fondo de mi bolsa cedió y
las dos botellas de Brugal cayeron al suelo, haciéndose añicos. Recuerdo que
Freddy hizo un largo silencio. Luego, levantó la cabeza y, con una rara mueca
de satisfacción, abrió sus ojos azules un poco más de lo habitual.
—Muchacho —me dijo con una sonrisa cómplice—, creo que tú no te vas a poder ir de
aquí.
Tenía razón, todavía estoy aquí. Siempre que
destapo un Extra Viejo, le brindo en silencio a Aurelio, Serafín y Aldo; luego
le doy las gracias a Brugal por haberme regalado su país.
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