Cuando
uno nace en una isla padece de insularidad, un término que siempre explican mal
los diccionarios. Los que nacimos en Cuba padecemos, además, de aislamiento;
que es un cuadro claustrofóbico provocado por el mar y los muros que nos
rodean.
Eso
hace que uno lleve consigo un pequeño sueño, alguna que otra idea fija. Mi
primera mañana fuera de Cuba fue en Madrid. Tarde en la noche, cuando llegamos
al hotel, advertí su presencia en el pasillo. Estaba a unos pocos pasos de la
puerta de mi habitación.
Era
muy temprano para hacerlo, pero había pensado tanto en ese momento que no pude
contenerme. Tenía algunas pesetas en el bolsillo, fruto de la generosidad de
Fidel Sendagorta, un amigo español. Me aseguré de que me alcanzaba el dinero y,
por último, ensayé todos los pasos con la vista.
Deposité
las monedas con muchísimo cuidado en la ranura. Me aterraba la idea de fallar.
Cuando se encendió la luz verde, presioné un botón grande y rojo. La oí rodando
por el interior del artefacto. Estaba helada, tal como me la había imaginado. Por fin,
a los 26 años, logré hacer lo que tantas y tantas veces vi en las películas:
sacar una Coca-Cola una máquina y tomármela.
Cuenta
el cineasta Rolando Díaz que la primera vez que viajó al extranjero iba
acompañado de Iván Nápoles, otro realizador cubano. Antes de llegar al hotel,
Iván le pidió que lo acompañara a una farmacia, necesita un Alka-Seltzer.
—¿Te
sientes mal? —preguntó Rolando.
—No
—respondió Iván en tono tranquilizador —, no te preocupes.
Cuando
subieron a la habitación, Iván se sirvió un vaso de agua. Fue hasta la ventana
y corrió las cortinas para mirar la ciudad. Dejó caer las dos pastillas en el
agua y se acercó el vaso al oído.
—¡Hacía
tanto tiempo que no oía esto! —Dijo. Su cara estaba burbujeante de felicidad.
Carlos
Iglesias vive en Toronto desde hace años. Hace ya un tiempo, recibió una
llamada urgente de Corojo Valdivia. Le pidió que fuera al aeropuerto a buscar a
Manuel Sosa, espirituano como ellos, escritor, por más señas. Apenas habían
mediado unas pocas palabras cuando Manuel le pidió a Carlos que lo llevara a un
lugar donde tocaran música en vivo.
Desconcertado,
preguntó a sus amigos y le recomendaron un bar donde esa noche actuaba una
banda de rock. Después de empinarse dos cervezas, Manuel se acercó al pianista
y le dijo algo al oído. Los músicos estaban desconcertados, pero no más que
Carlos. El baterista dio tres golpes y empezaron a tocar.
Con
una pronunciación perfecta, abriendo los brazos como Mick Jagger, cantó “Honky Tonk Women”. Cuando terminó la canción, devolvió el micrófono y regresó a la mesa
entre aplausos. Se empinó otra cerveza, respiró profundo y le dio dos palmadas
de agradecimiento a su compatriota.
—Siempre
soñé con eso, asere —le dijo—, con cantar una canción de los Rolling en el
Yuma.
Los que nacimos en Cuba padecemos de aislamiento, que es un cuadro claustrofóbico provocado por el mar y los muros que nos rodean. Eso hace que uno lleve consigo alguna que otra idea fija, pequeños sueños que lo ayuden a (sobre)vivir.
Los que nacimos en Cuba padecemos de aislamiento, que es un cuadro claustrofóbico provocado por el mar y los muros que nos rodean. Eso hace que uno lleve consigo alguna que otra idea fija, pequeños sueños que lo ayuden a (sobre)vivir.
3 comentarios:
Lo mío era templarme a una sueca. Lo más que había conseguido en el cayo eran una húngara, una medio-checa y dos medio-bolas. Pues nada, salí de la Antilla en el 88 y todavía me tomó como 2 años y medio empatarme con una vikinga. Por el camino le tuve que dar hasta a una mongola y a una camella.
OTRO POEMA, POETA.
Estoy seguro que a Guicho la sueca le aguanto la camella.
Muy bueno Camilo.
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